Luis Cabrera

El arte del vértigo
Por Gonzalo Márquez Cristo
La iluminada sentencia de René Char: El poema es el amor realizado del deseo que permanece como deseo, nos permitiría una aproximación a una obra pictórica que se resiste a ser clasificada, que se ha propuesto estar a salvo hasta de sí misma. Libertad de la luz, movilidad de los signos, exhaustiva exploración en el color y constante desprendimiento de sus estructuras imaginarias es lo propuesto por Luis Cabrera en su vértigo creativo. Porque si la belleza es aquello que designa al objeto para el deseo como lo vislumbró Bataille, el artista más que un creador de categorías estéticas sería el perturbador de nuestras ensoñaciones, aquel que ha decidido llevarnos por rutas inexplicables a una constelación donde acecha el placer pero también el desenlace, pues la belleza no es sino el comienzo de lo terrible que aún podemos soportar: Rilke. Cuando el más alto encuentro está en el simple acto de la búsqueda, –y el misterioso deleite del camino es más importante que la meta–, cuando la flecha y su impredecible vuelo son superiores a la cruel eficacia del acierto, surge la pintura de Cabrera en su riqueza esencial. Allí los cuerpos nombran su fugacidad, y el óleo que pareciera huir de sus lienzos y de las previstas reincidencias, realiza las imágenes necesarias para que quienes nos esforzamos por proteger nuestras más altas interrogaciones sigamos viviendo. En un escenario en el cual la mirada es absoluta y donde esa prisión llamada estilo es puesta en entredicho para seguir los devaneos de una metamorfosis sustancial, el artista se aventura a cambiar constantemente de rostro, de universo representativo, a desatarse de su enraizada identidad. La transformación de su estética es incesante. Para Cabrera encontrar es tan sólo conseguir otro punto de partida, y es por eso que durante más de dos décadas ha transitado por diversas técnicas y estéticas, sin temor a un extravío revelador. Su pintura asimila, devora representaciones clásicas, impresionistas, surrealistas y con frecuencia expresionistas, y así en su imaginación se configura la equilibrada tempestad de color que poseen sus lienzos. Su método es el vértigo, sus trazos son hechos por raudos vuelos interiores, por aves de presa que intentan capturar la forma ideal que precede a la tiranía de la ausencia. Pinceles, espátulas, cuchillas, y todo aquello que la composición requiere para existir, es para él parte de la rapacidad con la cual intenta arrancarle al devenir las imágenes del deseo. Si para Proust la literatura era una forma de recuperar el tiempo, para Cabrera –también a la sombra de otras muchachas en flor–, la pintura sería el esfuerzo por recobrar el sueño, sosegado o terrible, y por redimirnos con él de la desgarradura de la memoria. ¿Pero qué intenta traducir con sus desatados amarillos y ocres, con sus verdes y rojos? ¿Qué descifra con sus veladuras y sus lúcidas fragmentaciones? ¿Por qué no interrumpe la desesperada fuga de sus manos? –le he preguntado algunas veces–. Sin embargo hoy sé que en su arte ha encontrado el sendero para abolir sus señas particulares, y que por eso la firma en sus cuadros es el imperceptible rastro de un insecto, a fin de que el protagonismo de la imagen nunca sea amenazado. Cada vez que inicia una obra sospecho que Cabrera desea atravesar el lienzo, pasar al otro lado con sus herramientas mágicas, intentando ingresar a un mundo que está detrás del espejo, pero en el cual las cosas no ocurren al contrario como en el mundo de Carroll, pues aquí todo sucede en ese estremecedor escenario que precede al despertar. Y al ir más allá del umbral las cosas ocurren sólo para que luego puedan desaparecer, para que nos liberen con su evanescencia y nos concedan el derecho al olvido. Sus composiciones son expectantes, sus figuras incisivas y enigmáticas, y cuando no confrontan al observador están tomando el tren del sueño, de la desaparición. Los cuerpos convertidos en su arquetipo lineal, representan, prescinden a veces de sus obviedades carnales. Enuncian su fascinadora pregunta. La mujer es festejada como luz y pesadilla, como fetiche o niebla. El camino vence sobre el puerto. El artista interroga y la pintura es el presente: el único tiempo posible para el deseo. El objeto es rebasado por la mirada que lo contempla. El ojo es sometido por los signos, el pintor vigila el instante, y es entonces cuando todas las huellas se desvanecen.


Luis Cabrera nació en Ipiales, Nariño (Colombia) en 1960. Durante los años 1972 a 1980 recibió clases particulares de pintura con el reconocido artista ecuatoriano Alfonso Reyes. En 1984 la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá le otorga el título de Maestro en Bellas Artes. Ha realizado diversas exposiciones individuales y colectivas en Colombia y en el exterior. Entre algunos de los reconocimientos a su labor, resaltamos: Premio Universidad Jorge Tadeo Lozano, como mejor egresado de la promoción de 1984; tesis galardonada en la Facultad de Bellas Artes de la misma universidad de Bogotá, (1984), Ganador del Primer Concurso de Pintura Rápida, Parque Central Bavaria, Bogotá, (2000), y Mención de Honor en el Salón de Agosto, del Museo de Arte Contemporáneo de Bogotá. Su obra fue seleccionada para participar en el Festival Cultural Colombiano en Milán (Italia, 2000).