Alfredo Vivero

El espíritu del guerrero
Por Gustavo Tatis Guerra
Frente al lienzo en blanco él ha cerrado los ojos para contemplar la espléndida y dolorosa epopeya de América.
Alfredo Vivero ha visto como quien persigue el secreto de unas huellas borradas por el viento, el corazón oculto de la cordillera, el latido de la llanura y la profunda soledad de la selva, para encontrarse con el rostro iluminado del hombre antiguo, para descifrar su cántaro roto, su corazón sacrificado, para mirarle los ojos al jaguar, para escuchar la voz de la tierra del Quetzal y la Anaconda.
Ha venido a descifrar los códices mancillados de los sabios indígenas mayas sobre tiras de piel de animal o corteza de árboles, como quien lee en la más alta y aventajada escritura indoamericana iniciada por los zapotecas en el primer milenio antes de Cristo. La mayoría de esas escrituras fueron quemadas por sacerdotes españoles temerosos de que aquello fuera una obra del demonio. No es cierto que el continente haya sido una geografía sonámbula en busca de civilización, como lo percibía un pintor español sembrado en el Caribe. Los deseos y los misterios de la vida ya estaban escritos, graficados y reelaborados en jeroglíficos en el Siglo XVI antes de la llegada de los españoles.
Ha visto el rostro de niño viejo en el corazón sereno de una planta yucateca como una flor abierta. Algo de misterio de ultratumba ha encontrado en esa figura que parece dialogar con los vivos. La figurilla de Jaina como el alma dormida de un dios está en el centro de una Aracere, planta de las selvas yucatecas.
Algunos creen que se trata del dios viejo Pahuatun. Él ha cerrado los ojos para escuchar el murmullo de las hojas de las ceibas gigantescas, árboles sagrados de los mayas, y para nutrir de color los movimientos del tiempo. Ha vuelto a ver dentro de sí mismo a los guerreros emplumados. El guerrero emplumado aparece en sus visiones interiores y lo pinta en uno de sus óleos. Es Moctezuma que aparece con plumas de quetzal y collares de turquesa y jade. Está sentado en posición meditativa, y el dorado esplende sobre su cabeza. Más que un guerrero en reposo, su aura es la de un ser trenzado con la tierra y el universo y con un alto sentido de lo sagrado. Los símbolos que le rodean magnifican su expresión.
El artista logra descifrar el sentido del color en las culturas precolombinas, descubrir que lo mítico y lo mágico son metáforas de la existencia, referentes del ser en su relación cotidiana con el cosmos. Su pintura hibrida lo abstracto y figurativo, y logra trascender la orilla simbólica de lo local hacia lo americano y universal, permitiendo una lectura profunda del espíritu genesíaco del continente. La suya cuestiona la mirada limitada, sesgada y prejuiciada hacia las culturas indígenas.
«El conocimiento del pasado americano nos permite saber que muchas de esas culturas llegaron a desarrollarse tanto como cualquiera de las grandes culturas del mundo que han sido paradigma y canon del comportamiento humano», señala Alfredo Vivero. A esas profundas orillas del tiempo se ha asomado el artista.


Alfredo Vivero. Nació en 1951 en Corozal (Sucre), Colombia. Estudió arquitectura en la Universidad la Gran Colombia. Recibió la Orden Civil al Mérito José Acevedo y Gómez (2004), y fue condecorado en 1991 por Colcultura con la orden Mariscal Sucre. Ha realizado portadas para varias revistas y calendarios.
En el año 2004 expuso en Latin American Artist Studio bajo el título Magia, mito y leyenda, en San Diego, California, muestra que anteriormente presentó en Bogotá, Ibagué, Sincelejo y Miami (Contemporary Art Foundation Gallery). Ha realizado las exposiciones: Ficciones (1986), Laberintos del silencio (1983), Resurrección del mito (1982), Canción de la vida total (1981), Sueños (1980). En 1996 fue seleccionado por Adpostal para edición de cuatro estampillas con la serie Mitos y Leyendas de Colombia. Ha realizado los murales: Visa deportiva (Parque Jhon F. Kenedy, Bogotá, 1984); Schin-Ghui-Tai (Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1982); El hombre nuevo (Catedral de Corozal, 1981); El testigo (Círculo de Periodistas, Bogotá, 1981).


Angel Loochkartt


La Ofrenda del Instante
Por Gonzalo Márquez Cristo

El artista pinta lo invisible para que nosotros podamos vernos, percibirnos, hallarnos, y el encuentro siempre está en la libertad, en la imaginación que nunca es sometida.
«Yo pinto para ser libre, es decir para no estar solo –dice Ángel Loochkartt–. Para compartir mi respiración y mi huella dactilar, mi taquicardia... Y para continuar pegado a mi sombra».
Comprometido a rastrear sus obsesiones, a mostrar personajes del color local, a consagrar sus más intensas soledades, el pintor se aventura a seguirse, y así instaura la alianza: adivina nuestra geología interior. «No es posible buscar afuera, imitar arquetipos. Es necesario adentrarse. Pues la obra impuesta por lo establecido, que pinta el rostro del presente, desaparece con él».
Loochkartt sigue descubriendo, guiándonos a sus revelaciones incesantes. En los últimos años ha ampliado el espectro de sus temas e incluso ha buscado el cuadro total: óleos con numerosos personajes, escenifican en forma casi cinematográfica su fuerza imaginaria. El color encuentra nuevas luces, la forma es más compleja y eficaz. «Lo importante es crecer hacia abajo, enraizarse, hacerse abisal, extenderse en las profundidades».
El arte es riesgo para el creador barranquillero, danza sobre la cuerda floja. Cada verdadera pintura esconde nuestros próximos ojos, funda el horizonte de nuestra mirada futura, y como en el relato Zen es posible observarla en la más densa oscuridad.
«Hay que ir siempre en contravía sin estrellarse, accidentando los colores, hiriendo las formas establecidas, extraviando lo que nadie ha perdido, para poder observarnos sin necesidad de los espejos».
Si en el surrealismo ver significaba imaginar, para Loochkartt es existir y de ahí su vinculación con el tiempo. Su pintura representa algo que está por suceder. Sus figuras se mueven como en el sueño, muestran la estela de su transcurrir. Y así como el fotógrafo persigue el instante irrepetible, él lo produce, lo provoca, y todos los elementos de sus cuadros quedan al acecho de su posibilidad existencial, aguardan como felinos el último signo para el salto. Asistimos muchas veces a la poética del abismo.
Sus magistrales dibujos tienen el poder del ritmo, de lo sensual. Sus trazos en forma de herradura son reflexivos, luminosos, como en el Retrato hablado de Cristo o en sus singulares creaciones sobre la violencia, ahora revisitadas por la crítica. Su obra es una forma de descifrar el tiempo, de cautivarlo. En sus figuras eróticas percibimos el curso del deseo, en sus bodegones podemos ver al viento, escucharlo... Los ángeles –tan frecuentes como perversos en su corpus estético– de repente deciden detenerse, el gato Odiseo irrumpe sobre la mesa del artista tumbando sus pinceles, una mujer se desnuda sabiendo que un niño la contempla.... La lúcida provocación se alterna con la suspensión de lo onírico.
El artista también testimonia el espíritu del lugar. Su exploración sobre nuestra realidad es vasta y los temas de su pintura diversos. De los controvertidos travestis y hampones, puede ir con facilidad a sus bodegones de frutas tropicales o a la prolífica serie de Congos y Marimondas del Carnaval de Barranquilla; de los desplazados a los perturbadores ángeles músicos, y así mismo a los retratos de bellas damas que constituyen sus exposiciones: Perdidas en el tiempo y las Amadoras de Bolívar.
Si a veces la sombra cae sobre el color para expresar la desolación, si reina en la carnavalesca decadencia, si propiciando el deseo muestra su desgarradura, también cuando su pintura se ocupa del día es voluptuosa y las frutas de sus bodegones son carnales, despliegan un erotismo solar.
Cultor de la noche, cree que siempre el ocultamiento conduce a una revelación, que lo prohibido nos fundamenta más que lo permitido, y que la sociedad sólo festeja para destruir. La provocación, la rebeldía, es su actitud intransigente, «sólo aquello que me pervierte existe, es».
Para Loochkartt el arte es una descarga que modifica la mirada, un combate sin tregua contra la moral impuesta por el poder. «El erotismo es la propuesta esencial del hombre, la fuerza dadora del latido, el sí vital».
Su obra, como la de los llamados Expresionistas Colombianos (Góngora, Granada, Giangrandi, Alcántara, Rendón, Samudio) recuerda el verso del gran poeta francés Yves Bonnefoy: «La que destruye al ser, la belleza, será torturada». Y es allí, en su crítica a los cánones establecidos, en su aparente destrucción, donde se renueva, donde hallamos la belleza en lo más precario y marginal. Lo condenado, lo proscrito, los bajos fondos, son una veta de inspiración, o como lo ha dicho el pintor, de respiración, de opción de vida. «A mí no me ha pasado sino lo imposible, lo que ocurre a todos los hombres y pocos pueden advertirlo».
Su arte es una conciliación con las adversidades de la naturaleza, con las arbitrariedades y esplendores de lo humano. Él no pinta, lanza su pintura contra el lienzo. Su óleo llueve, graniza en la tela. Es un artista de crueles desciframientos, de delirios, de barrocos espacios tridimensionales.
Las mujeres de cabello en forma de pagoda surgen con rasgos masculinos y los hombres se feminizan. Casi toda su obra es la consagración de la androginia, de la imagen esencial del ángel. También el universo lésbico está mágicamente narrado en su serie de formato circular: Hábitos eróticos de las mujeres etruscas.
Si Malraux pensaba que el arte no es una religión sino una fe, Loochkartt podría cambiar de religión pero no de dios, y buscar diversos ángeles, hasta hallar aquel que no le de la espalda al mundo.
El verde y el rojo son asiduos en su movimiento interior. El color flota sobre la forma, se desplaza, se desprende de la figura.
«Las manzanas de Cézanne son bellas por aquello que las distancia de las frutas verdaderas ¿Quién hallará el sitio dónde ocultó Picasso los azules? ¿Quién sabe dónde se esconde el amarillo? ¿Qué color me buscará mañana?», lo escucho decir en mi memoria...
¿Cómo creer después de Van Gogh que el sol no ha cambiado de lugar?


Ángel Loochkartt
Nació en Barranquilla en 1933. Estudió en Roma las técnicas de mural, pintura de caballete y grabado. En 1971 se vinculó al Departamento de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia. Entre los reconocimientos a su obra destacamos: el Primer Premio en el Salón Nacional de 1986, la Mención de Honor, Festival de Arte Azuza, California (U.S.A., 1961), y la Medalla Fundación Leonardo Da Vinci (Bogotá, 1977). Premio Vida y Obra 2011 (Ministerio de Cultura, Atlántico)


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Augusto Rendón


"Piscolabis con Ishtar", obra de Augusto Rendón
Entre el amor y el espanto
Por Gonzalo Márquez Cristo
La luz es una incesante herida en la obra de Augusto Rendón; la iluminación contrastada potencia la ferocidad de sus memorables grabados e inventa un ámbito donde ni siquiera los animales son ajenos al ímpetu del deseo o la batalla;  y también con frecuencia en su pintura, un alto claror posee a alguna de sus imágenes, condenando a sus antagonistas a una atmósfera lunar.

Durante seis décadas el artista ha hollado con obstinación los senderos del erotismo y la violencia. En el primero de los casos, como un secreto homenaje al Almuerzo en la hierba de Manet, fulgurantes figuras femeninas de sus lienzos (Cleopatra, Ishtar, Hera, Deméter, Afrodita) cenan desnudas con opacos hombres vestidos, en mesas cubiertas por manteles ondulantes, donde una perspectiva anárquica provoca tensión sobre los alimentos. Y estas grandes damas milenarias visitadas durante extrañas ceremonias gastronómicas, que componen una de sus más importantes series pictóricas, tienden a la simplificación formal soñada por Paul Gaugin —subrayo: en la estructura de sus figuras, no en el colorido isleño ni en la descripción étnica que perturbaba al parisino errante—. Y para complementar su enunciada vertiente erótica, los temas lésbicos o el sadomasoquismo son recurrentes y la piel de las mujeres con frecuencia adquiere colores psicodélicos. Pero fiel a la profunda dualidad que lo habita, Rendón sostiene también la visión sobre el tiempo que le ha tocado vivir, y enfrenta a las tinieblas de la subyugación o del oprobio, con recreaciones que delatan el sino trágico y sórdido del poder, plasmando sus figuras como James Ensor o Francis Bacon, en la frontera de lo repulsivo.

El artista, obsesionado por algunos temas perversos de la Biblia —“el libro de los despropósitos”, como le gusta denominarlo—, enfatiza que uno de los pocos legados del cristianismo fue el maravilloso arte que produjo. Allí su perspectiva posee la singularidad de la ironía, atizando su crítica a “una religión tan cruel que propone la salvación en el dolor”. Y así como ha dibujado Cristos bebiendo Coca Cola o con una mano desprendida de la cruz, también es notoria su intención burlesca, ofensiva, cuando pinta a Judith cenando sosegadamente mientras la cabeza de Holofernes reposa en una bandeja, a Eva de picnic con un Adán negro, a Jacob luchando con un ángel de patéticas garras, a los mensajeros divinos vestidos con ligueros y a las santas semidesnudas con aureola dorada, como blasfemo homenaje a su querido Giotto. En otras palabras, la Biblia fecunda de ironía gran parte de sus creaciones artísticas.

Nacido en Medellín en 1933, este virtuoso del dibujo, y especializado en pintura mural y grabado en la Academia de Bellas Artes de Florencia, fue el encargado de despertar durante los años sesenta el universo de la obra gráfica aletargada en Colombia, para contarnos con sus aguafuertes, linóleos y puntasecas la aciaga realidad política y social de nuestro territorio, denunciando masacres y desplazamientos, para rigurosamente ir construyendo con la fuerza de su trazo una de las visiones más arraigadas en nuestro trágico devenir. 

No obstante aquí es fundamental aclarar que a pesar del antecedente temático inevitable —la serie Desastres de la guerra elaborada por Goya—, de sus atmósferas en filiación con las piezas gráficas de Rembrandt —ese genio holandés que se impuso descifrar el trabajo de la luz—, y del fértil diálogo estético con Pedro Alcántara Herrán (su compañero de generación artífice de espléndidas serigrafías), en Augusto Rendón los grabados poseen el macabro delirio de su cosmos personal como se evidencia en Mataos los unos a los otros y Primera víctima, y también fundamentan su característico cinismo imperante en Ellas se defienden solas y en muchos de sus demenciales caballos bélicos.  

En la brillante serie Nonálogo de la violencia, realizada al carboncillo sobre papel e iluminada con óleo azul (fechada en 1968), el artista antioqueño entrega su poderío expresionista con despiadada conciencia, y plasma uno de los momentos notables del arte colombiano, pues “es al infierno de lo bello a donde queremos descender ahora”, como lo había sentenciado Karl Rosenkranz en la introducción a la Estética de la fealdad.

Y mientras en sus dibujos la desgarradura y la injusticia son representadas sin piedad al propender por una barbarie estética, en sus óleos —a veces eclipsados por el resplandor de su obra gráfica— los obispos esgrimen su ignominia, los dictadores ostentan su abyección camino al matrimonio (como en Las farsas), los toreros son asesinados por su oscuro enemigo ritual provocando nuestra hilaridad, y las hechizantes mujeres de la antigüedad —ya mencionadas— exponen su luminosa desnudez ante figuras masculinas fantasmales. Pero también en una obra de mayor densidad como su magistral Tríptico de La Gabarra, que interpreta la masacre ejecutada por los paramilitares en 1999 en ese apartado lugar de Colombia, somos conducidos de una conquista amorosa (en la primera de sus imágenes azuladas) al rojo relato del genocidio en la segunda y posteriormente a la verde representación de un hombre desollado que abraza a una mujer escapada del exterminio, logrando allí la síntesis enunciada al comienzo, de los dos cauces que lo persiguen sin sosiego (erotismo y violencia), y esto para complementar ante nuestros ojos un universo marcado por los signos de identidad de un ser, que aún cree en el arte como el último refugio del hombre.

Augusto Rendón nació en Medellín - Colombia, 2 de febrero de 1933). Especializado en pintura mural y grabado en la Academia de Bellas Artes (Florencia - Italia), fue profesor de plástica de la Universidad Nacional de Colombia. Su obra ha participado en diversas exposiciones entre las que destacamos: la Muestra de Artistas Latinoamericanos en Roma (1958), la Exposición Internacional de Grabado en Frenchen (Alemania, 1972) y la Bienal de Tokio (1962). Obtuvo dos veces el Primer Premio de Grabado en el Salón de Artistas Nacionales (Bogotá, 1963 y 1966), y el Premio Internacional de Arte sobre los Derechos Humanos (1968).

BLOG DE AUGUSTO RENDÓN

Armando Villegas

Luz ancestral

Por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio

(Pomabamba, Ancash, Perú, 1926 - Bogotá 29 de diciembre de 2013). Uno de los grandes de la plástica latinoamericana. Finalista en 2013 del Premio Príncipe de Asturias. Pintor de gran reconocimiento internacional con exposiciones individuales en una veintena de países. Su afortunada exploración en el arte abstracto y en el figurativo, su condición de creador de objetos y su maestría como dibujante, lo sitúan como uno de los personajes más completos y decisivos del arte latinoamericano.
Residió en Colombia desde 1950. Recibió el Primer Premio del Salón de artistas de Bogotá (1955), la Mención de Honor I Bienal de Quito (1968), y la Medalla de Honor del Congreso de la República del Perú (2005), entre numerosas distinciones. Fue director de la facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia.
Esta entrevista realizada en homenaje a sus ochenta años de vida, es una indagación sobre sus inicios y el desarrollo de la plástica en América Latina, sus luminosas obsesiones creativas y su tradicional disciplina en búsqueda del «oro del tiempo».

* * *
Tres antiguos relojes dieron las 3 de la tarde mientras aguardábamos en la sala principal de su casa observando un grabado de Rembrandt y una cerámica que realizara Picasso en la alfarería de Madoura. Nos movíamos cuidadosamente entre el bello abigarramiento de la decoración. De pronto el saludo entusiasta de su esposa Sonia Guerrero, arrebatándonos de nuestra silenciosa contemplación, nos hizo perder momentáneamente el equilibrio provocando el oscilar de un enorme florero habitado por especies exóticas.
«No es prudente tropezar en este lugar, en verdad...» —afirmó ella sonriendo mientras observábamos a nuestro alrededor los objetos de delicados diseños, su colección de exquisitos cristales, los numerosos Cristos de la colonia, los refinados santos de la escuela quiteña, el acuario donde agonizaba un pez anaranjado, y una virgen de Legarda.
Bajo el domo de su estudio invadido por su emblemática obra figurativa, sus recientes creaciones abstractas y sus totémicas esculturas que irrumpían en inesperados sitios semejando una invasión intergaláctica, nos llegaba la voz serena de Armando Villegas. Lo oímos certificar la autenticidad de uno de sus cuadros a un hombre que había acudido minutos antes que nosotros, para posteriormente opinar: «En verdad toda obra es original, lo malo está en el plagio por lucro. Copiar es bueno por admiración, por aprender técnicas o para rendir un homenaje. Una vez hice la réplica de un brazo de Cristo, cuadro pintado por Obregón, que nunca pude comprar... Fue la forma de satisfacer mi sueño» —dijo saludándonos desde lejos, y prosiguió: «Esta es una cultura de la falsificación, todo lo han degradado, todo, hasta la luz...»
Poco después Martín, el gato birmano, verdadero rey de su dominio, arribó maullando a la sala donde nos encontrábamos, y saltando sobre el sofá principal, se acomodó como un centinela que espiaba incluso nuestra respiración.
«Son los últimos seres puntuales» —dijo entonces con entonación pausada el artista que venía a nuestro encuentro con los brazos abiertos.
El gato observaba atento el acuario. Villegas impidiendo que comenzáramos la entrevista se devolvió súbitamente con preocupación, con el propósito de observar un pez que permanecía estático, mientras los otros comenzaron a girar intensamente a su alrededor intentando devorarlo. Sugerimos diversas estrategias para controlar el canibalismo acuático que comenzaba a desatarse, opinando con pasión e ignorancia sobre piscicultura; y ya cuando recordábamos al «pez soluble» de Breton sin decidirnos a actuar, apareció alguien con una pequeña red y sin mediar palabra lo trasladó a un recipiente de vidrio, donde por instantes pareció revivir rondado por el arrogante felino.
Entonces retornó el sosiego. Caminando al lugar elegido para la entrevista nos señaló un hermoso óleo de Obregón, elogiándolo con generosidad. Nos invitó a apreciarlo, reparando posteriormente en un cuadro de Corot y en el famoso dibujo que le hizo Fernando Botero a Gonzalo Arango, cuya imaginaria obesidad nos hizo recordar por un momento el rostro delgado —en verdad demacrado, esperpéntico— que caracterizó siempre al Papa de la poesía Nadaísta.
Gonzalo Arango gordo, qué extraordinaria imaginación... El arte debe fingir algunas veces en su búsqueda reveladora —afirmó irónico.
Luego de ver parte de su colección privada, que corroboraba su obsesión vital por la estética, y mientras preparábamos la grabadora, vimos como el gato Martín, más sociable que su hermano Pablo— saltó sobre el pecho de Villegas para permanecer allí adormilado durante toda la conversación.
Su arribo a Colombia se produce en el año 50. ¿Por qué precisamente este destino?
—Por un malentendido. Yo había conocido en Lima a dos jóvenes colombianos que estudiaban en la Escuela de Bellas Artes, quienes me informaron de un programa de intercambio y me entusiasmé por venir a estudiar pintura mural. Con otro colega peruano interesado en estudiar arquitectura hicimos el recorrido por la carretera Panamericana. Cuando llegamos a Bogotá, nos presentamos casi de inmediato en el Ministerio de Educación con el propósito de gestionar todo lo relacionado con el programa y resultó que tal beca no existía. No había nadie que diera razón al respecto. Allí sin embargo nos sugirieron que lo intentáramos en la Escuela de Bellas Artes para probar la idoneidad y efectivamente después de nueve meses de estudio nos concedieron una beca. Luego me vinculé a la Universidad Nacional y allí hice un posgrado en pintura mural que era el propósito de mi viaje a Colombia.
  —¿Cuál era su actividad artística en ese momento?
—Comencé a trabajar en la Galería el Callejón como ayudante de medio tiempo y el resto del día estudiaba. Por entonces conocí a Álvaro Mutis, a quien pedí que escribiera las palabras de presentación de mi primera exposición; él me dijo inmediatamente que aceptaba, pero pasadas unas semanas, cuando le pregunté si estaba listo el texto para elaborar el catálogo, contestó que no había tenido tiempo, pero que le diría a un amigo suyo, que era periodista de El Espectador, para que hiciera esta presentación. Ese inesperado cambio al comienzo no me agradó. Sin embargo fue así como tuve mi primer contacto con Gabriel García Márquez, quien escribió la generosa presentación de aquel catálogo inaugural. Gabo también estaba en sus inicios y sus búsquedas, y desde entonces conservamos nuestra prolongada amistad. Recuerdo que muchas veces él me dijo observando mi infaltable corbata: «Tú debes ponerte un sobrenombre o un seudónimo, porque eres muy formal, y eso en este país puede ser nefasto para un artista».
Usted ha declarado que al llegar a Colombia lo sorprendió un arte parroquial, ajeno a todas las vanguardias…
Cuando llegué este país padecía de un arte complaciente, decorativo. Ya habían transcurrido cuarenta años, o más de las renovadoras vanguardias en el mundo, y aquí aún estaban dedicados al paisajismo y a un impresionismo tardío. Algunas décadas habían pasado de un arte impulsado por Klee, Kandisnky y Malevich donde se marginaba la figuración, y aquí los artistas tenían como meta estudiar en la Escuela de San Fernando en Madrid, en la que imperaba la ortodoxia. Ricardo Borrero, Roberto Pizano y Epifanio Garay eran excelentes cultores de una técnica pero a su vez exponentes de un anacronismo creativo. Fueron pintores academicistas que no investigaban las complejidades de lo cromático ni proponían formas nuevas y que olvidaban nuestro entorno cultural. Andrés de Santa María, por ejemplo, fue un artista impresionista cuando este movimiento había desaparecido hacía algunas décadas en el mundo. El arte colombiano era un escenario de momias, era el mausoleo de las corrientes ya superadas en Occidente. Por eso resulta fundamental la década del cincuenta donde se propiciaron corrientes más universales, pues en ella por primera vez la plástica intenta nivelarse con las manifestaciones renovadoras del resto del planeta y asistimos a la consolidación de artistas venidos de otras latitudes que decidieron arraigarse en este país, dejando un legado importante.
¿Cómo se vinculó posteriormente con el grupo de creadores de esa época?
—La verdad que no fue fácil. Yo no sólo era extranjero sino muy tímido. Extrañaba la bohemia y las tertulias del Perú que eran más abiertas, más completas en el sentido del aprendizaje. Allí compartíamos los hallazgos, hablábamos de la técnica, de las influencias y del arte en general. Acá todo era distinto, nos reuníamos para tomar licor y para hablar de temas muy diferentes al arte. Por ejemplo, no recuerdo haber visto jamás pintar a ninguno de los colegas de generación, ni siquiera a Ramírez Villamizar, quien era mi mejor amigo. En la plástica no había espíritu de agremiación. Los sábados nos reuníamos para beber en la Candelaria en casa de Luis Vicens, un escritor catalán. Recuerdo que García Márquez y yo éramos los más tímidos. También él se quejaba de cierta soledad, en verdad, de cien años de soledad... Tanto que al final terminábamos los dos hablando y contándonos historias de la infancia o inventándolas. Fumábamos ansiosamente y bebíamos Cuba Libre. Luego la dueña de la casa nos hacía cenar y nos despachaba.
¿Cuándo se inicia en la docencia?
—Esta fue una década de gran crecimiento para mí. Para entonces Ignacio Gómez Jaramillo, que era el padre de la escuela de muralismo en Colombia, fue mi maestro en la Universidad Nacional. En el año 53 empecé a dictar clases. Ya para 1954 conocí a Marta Traba, que recién había llegado de Europa y nos hicimos grandes amigos. Y fue así como realizamos el primer programa sobre arte que fue narrado por Marta, en la televisión en blanco y negro. Posteriormente en 1962 se fundó en Bogotá el Museo de Arte Moderno y ella fue su primera directora, cargo en el que estuvo hasta 1967, y en el que la sucedió Obregón.
Mi actividad como docente la ejercí del 58 al 64 en la Universidad de los Andes. Luego durante el 65 y 66 estuve en la Javeriana, y del 73 al 2000 pertenecí a la Universidad Nacional. En 1986 cuando se celebraba el centenario de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, fui nombrado como su director, lo que constituyó un gran honor para mí, porque yo era extranjero. En aquella época fueron mis alumnos: Luis Caballero, Beatriz González y Ana Mercedes Hoyos.
¿Usted cree que es posible enseñar una disciplina artística?
El color indica peligro o placidez e ignoro si eso es posible enseñarlo. El dibujo requiere de cierto virtuosismo que se puede aguzar y supongo que esto es probable aprenderlo. Tal vez podemos guiar a alguien para que logre provocar el asombro, con formas y colores, pero sospecho que lo más importante es que el maestro consiga ayudar al alumno para que encuentre su liberación, que además de dar claves técnicas pueda transmitir su insurrección interior. Se me hace imperioso decirlo para concluir: El maestro debe propagar siempre en sus clases una pedagogía de la libertad, de otra manera habrá esculpido en el viento.
En el sentido dado por Bataille a la experiencia, ¿podría decir que Colombia ha tenido muchos pintores pero muy pocos artistas?
Un pintor o un dibujante es quien conoce la técnica, pero un artista debe contener un cosmos estético en su interior. Para él no es posible enfrentarse a su obra sin haber indagado previamente en las revoluciones de la plástica acontecidas desde las cuevas de Lascaux hasta nuestro tiempo, y lo más importante, sin dejar en cada una de sus creaciones la impronta de su feliz o perturbada existencia. El artista es por tanto quien involucra en su arte la poesía, quien hace de su expresión un hecho poético, porque lo posee la aguda conciencia de que su obra no es un simple accidente, sino un proyecto vital.
Algunos artistas de su generación fueron nombrados en una ocasión como los pintores Trabistas. ¿Quiénes eran?
—Todo se debe en realidad a una fotografía de Hernán Díaz que salió en la revista Semana y donde por primera vez aparecimos en grupo. Allí estábamos: Botero, Grau, Ramírez Villamizar, Wiedeman, Obregón y yo. En realidad no fuimos un verdadero grupo porque cada cual estaba en sus propias búsquedas, pero a todos nos unía para entonces una buena confraternidad. En una ocasión invitaron a Obregón a una exposición y a última hora pintó el ya mencionado brazo de Cristo. Llegó muy afanado a buscarme al Callejón, porque yo tenía una cierta fama de alquimista y me dijo: «¿Armando, qué hago para secar rápido el oleo?» Le dije que no se preocupara e hice rápidamente algunos tratamientos que conocía y al otro día el cuadro estaba en la exposición. Fue la primera obra de él que tuve en mis manos y esto me emocionó mucho. Se vendió por una alta suma y yo hubiera deseado comprarlo. Tiempo después él me obsequió un cuadro bellísimo y un gringo a quien le dictaba clases terminó hurtándome esa obra. Pero posteriormente ocurrió algo increíble: supe que la pintura fue donada por el gringo ladrón a un museo en Nueva York.
¿Cómo describiría a Obregón?
Él quiso emitir una actitud contraria a lo que era, Alejandro siempre fue una persona tímida y proyectaba una furia y una pasión desenfrenada. Él estaba empeñado en reproducir en Colombia la bohemia parisina que celebraron los artistas en Montmartre a comienzos del siglo XX y su actitud le debió parecer a muchos por lo menos insólita. Él propendía por una vida abierta y en sus embriagueces más famosas su actitud era casi delincuencial. Era un pintor con indudables recursos, con poderío cromático. Y aunque todos conocemos sus desmesuradas anécdotas, en una ocasión mientras escanciábamos licor me dijo apoyándose en su mirada acerada: «Si tú no fueras buen pintor te habría arrebatado a tu mujer»; al escucharlo me quedé perplejo y pensé por primera vez que el arte me había servido para algo.
¿Cree que la gloria de Botero es equiparable con su grandeza artística, por su versatilidad como pintor, dibujante y escultor?
Es importante resaltar que Botero es ante todo un dibujante. En sus inicios se aproximó a la pintura de Piero della Francesca y tomó el color de Paul Cezanne, sin embargo él jamás crea un problema pictórico. Por otra parte tampoco es un escultor, pues alguien que lleva sus dibujos a tres dimensiones no es representativo de este arte; escultor es quien se enfrenta a los problemas intrínsecos de la materia, del volumen; no quien traslada una imagen a un arte convergente. Recuerdo que cuando yo conocí a Botero —él fungía como Secretario de Cultura— y estaba muy preocupado por imitar a Modigliani y lo hizo en su sentido opuesto, aumentando sus formas, pero así mismo despojándolas del erotismo y del misterio, lo cual me parece bastante radical. Repito, él simplemente colorea sus dibujos, usando el mismo procedimiento del niño que aprende en sus cartillas, pero no se enfrenta a las complejidades impuestas por lo cromático.
Conocemos sus controvertidas opiniones sobre Enrique Grau…
Grau fue un intelectual cuyo trabajo partió de la figuración expresionista con una técnica refinada, no obstante me parece que es un artista “señorero”, proclive al deleite de la burguesía, aunque haya logrado imponer su figuración en el inconsciente colectivo, lo cual es notable… Grau nos ofrendó a su “Rita”, Arenas Betancourt a su “Bolívar desnudo”, Obregón insertó en nuestra memoria cóndores y su pincelada furiosa, Rayo sus cuerpos geométricos en preciso equilibrio, Botero inoculó a su “Pedrito” y a sus gordas en el imaginario mundial. Y todo aquello se gestaba en la década del cincuenta. Luego, de manera menos visible, podríamos agregar que Eduardo Ramírez nos heredó sus simetrías metálicas, Leonel Góngora sus “Bogotánicas”, el barranquillero Ángel Loochkartt insertó en nuestra tradición estética sus congos del carnaval, Negret sus árboles rojos... Y yo creé a mis “guerreros” como todos saben, que son retratos imaginarios, entre lo real maravilloso y el realismo fantástico, que ya hacen parte de nuestra iconografía. En cuanto a ellos se me ha acusado de que se repiten, pero yo opino lo contrario. Es como las figuras de la niebla: siempre están en continua transformación. Además, algunas veces he pensado, que en el acto de perseguir las mismas y cambiantes formas —como la gota de agua en la roca— es donde radica la permanencia de un artista, es allí donde le es posible plasmar un trazo en la memoria de nuestros contemporáneos.
¿Piensa que la brújula del arte colombiano está privilegiando en nuestros días los nombres que Marta Traba excluyó?
Es indudable. Toda ola tiene su resaca y la gente comprendió finalmente que ella opinó con beligerancia sobre un corpus que estábamos construyendo con dificultad varios artistas. Ella no inventó nada. Como a tantos artistas, a mí primero me elogió y luego me persiguió, pues era ciclotímica. Cuando llegó a Colombia, artistas como Acuña, Rómulo Rozo quien exploraba en lo precolombino y Marco Ospina en el cubismo, y todos los mencionados antes en esta entrevista, ya estábamos configurando nuestro universo imaginario. Pero con el tiempo uno pierde la memoria —o se vuelve lúcido— y advierte que existen falsos profetas y que el eclipse que pretendió instaurar la crítica argentina ya se diluyó. Mi relación con ella culminó un día en que le esgrimí esta sentencia para defenderme de sus improperios: «Los críticos pasan pero los artistas quedan»; y eso hoy a mis ochenta años me parece categórico.
¿A qué pintores reconocidos del mundo conoció?
—Tuve la fortuna de conocer a Chagal. Mi encuentro con él sucedió en París cuando un amigo me invitó a una exposición. La muestra me pareció tan maravillosa que hasta llegué a pellizcar uno de los cuadros para traer un recuerdo del artista. Siempre he sido muy fetichista (aún guardo una caja afelpada con pequeños tesoros recogidos en las calles de mi infancia). Estábamos allí cuando de repente apareció una figura que nos llamó la atención por su pelo encrespado y sus ojos profundamente azules. Era precisamente Chagal. Mi amigo me presentó diciéndole que yo era un pintor suramericano y él se interesó, y fue muy cordial. Yo le dije que estaba enriqueciéndome con sus pinturas. Sonrió y me contestó: «Yo también he venido a aprender, porque una cosa es tener las obras en el taller y otra que estén expuestas en una galería». Se refirió a la mirada exterior que requiere el arte, a la necesaria aprobación del espectador, y al momento en que uno es el contemplador externo de su propia obra. Pues es allí, en los ojos del otro, donde el arte nace, donde se consuma, donde se universaliza.
¿Cómo ha sido su relación con los grandes iconos de la pintura latinoamericana: Tamayo, Guayasamín, Lam…?
—A Tamayo lo conocí en México en el año 77. Tuve la oportunidad de charlar con él y conocer la magnitud y la importancia de su obra. En él se funde toda la tradición precolombina, su trabajo matérico, su colorido y su folclor, que lo han consolidado como uno de los grandes maestros latinoamericanos. En cuanto a mis relaciones con Guayasamín siempre fueron de respeto y cordialidad, pues aunque era dogmático de la Izquierda, yo por ser apolítico me acoplé a esos diferentes afectos. La política comercia con lo más abyecto y efímero del ser humano, mientras que el arte pretende un matrimonio con lo sublime. Con Guayasamín sostuvimos una gran amistad. Él me visitaba siempre que venía a Colombia. Algún día hicimos un trueque de obras (una cabeza mía, por una de él), y ese intercambio de cabezas —suena divertido— nos unió mucho. En cierta ocasión en que yo no estaba en casa, vino a visitarme y con un marcador dejó una extensa y cariñosa dedicatoria en un muro. Sobra decir que nunca pintaré esa pared. Cuando venía a Bogotá y alguien le encargaba un cuadro, yo le prestaba bastidores y materiales.
¿Cree que América Latina ha tenido un artista universal?
Nunca hemos tenido un artista genial exceptuando al uruguayo Joaquín Torres García, quien sería el gran maestro de la abstracción y con cuyo legado yo vine a Colombia…
¿Y los muralistas mexicanos no le parecen lo suficientemente significativos?
Orozco, Rivera, Siqueiros, constituyen una escuela extraordinaria donde el dibujo imperaba sobre la pintura, pero en ocasiones su arte era tan sólo testimonial. Quien más se acercó a la genialidad fue Rufino Tamayo, un extraordinario artista.
Usted es considerado por algunos críticos como el precursor del abstraccionismo en Colombia…
Es curioso, la gente siempre piensa en Wiedemann, lo cual es falso. Cuando conocí a Guillermo, éste era un artista figurativo y desdeñaba de la abstracción. Fue por consejo de su esposa Cristina que exploró en aquel territorio que le parecía facilista. Sin embargo creo que su arte es anecdótico, porque se puede ser anecdótico en el arte abstracto, lo cual muchas veces se ignora. En Colombia yo comencé la investigación en contra de lo figurativo con Eduardo Ramírez Villamizar y Guillermo Silva Santamaría. En 1958 obtuve el segundo puesto en el Salón Nacional de Artistas con un cuadro abstracto, y era la primera vez que alguien concursaba con una obra de ese tipo en este país de paisajistas. Es propicio añadir que el arte abstracto se ha prestado para muchas especulaciones y que ya va siendo tiempo de otro Renacimiento, pero la premisa es la siguiente: «Nunca creas en un artista abstracto que no sepa dibujar».
Hay un desatado colorido en sus abstractos y una lúdica casi infantil en toda su obra escultórica...
—Toda mi obra ha sido una permanente búsqueda del color original, del primer color, del único color, que en verdad es el blanco; pues en el rayo de luz están todos los colores. Es una experiencia casi mística, para la cual trabajo todos los días. En cuanto a la lúdica, que siempre me obsesiona, es el feliz hallazgo de aquello que permanece oculto en los pliegues de una memoria ancestral.
¿La historia de Armando Villegas es una regresión a las ancestrales culturas prehispánicas, asumiendo las vanguardias pictóricas del siglo XX como el Cubismo y el Abstracto cuando buscaron el arte de los orígenes?
—Cierto, creo haber sido en Latinoamérica el pionero de muchas búsquedas y hallazgos dentro de los infinitos universos de mis antepasados Incas. La recuperación del tocapu (palabra quechua que significa geometría), que utilizaban en la decoración de sus tejidos, y que fue fundamento de su sistema y de sus composiciones abstractas, ha estado latente a lo largo de mi obra, quizá desde los inicios mismos hasta las más recientes creaciones. Han existido sin embargo búsquedas similares como la del mexicano Rufino Tamayo, quien decidió también remontarse a sus raíces, sin perder el horizonte del arte llamado Occidental. El caso de Lam es distinto pues él buscó en el arte africano, y en cuanto a Szyszlo —de ascendencia polaca— se le critica mucho en el Perú, por bautizar en quechua sus abstractos; actitud que para algunos denota una impostación en su universo creativo. Aunque es un pintor muy culto existe algo marcadamente intelectual en la búsqueda de sus raíces Incas. Yo, en cambio, llevo eso muy adentro, en mi origen, nací en Pomabamba y además soy quechu-hablante. Por otra parte confieso que hay grandes artistas universales orientadores de mi obra, como el suizo Paul Klee, por ejemplo.
Villegas se levantó con agilidad. Nos invitó a su estudio con el propósito de que lo viéramos pintar. Tomó un pequeño cuadro que estaba en proceso y comenzó a explicarnos su técnica. Fue rayando la superficie pintada hasta que después de algunos minutos pudimos vislumbrar el rostro de un guerrero. Vimos la exactitud que demandaba su trabajo pictórico. Abstraído se entregó a su obra, sin reparar en nuestra presencia, imponiendo una fértil soledad. Luego agregó:
Como pueden apreciar yo pinto al contrario. Mis cuadros son como negativos, el proceso singular que utilizo potencia su luminosidad. En verdad es como pintar en un espejo. Primero hago una mancha oscura y después voy levantando el color con cuchillas y espátulas. Es una operación quirúrgica, de la que depende su alto contraste. Es una técnica escultórica aplicada a la pintura, una fórmula de sustracción más que de adición, como cuando el tallador decide hallar la forma que duerme en lo profundo de la piedra o del mármol. Quizá soy íntimamente tan solo un escultor.
Supimos por las dilatadas pupilas de Martín que había anochecido. Armando Villegas había hecho una remembranza de más de medio siglo por sus raíces, desde aquella neblinosa mañana en que por primera vez llegó a Bogotá en busca de su sueño pictórico.
Entonces nos invitó a un recorrido por su obra, precedidos del ronroneo felino. Entramos a las pluralidades de sus signos y enigmas. Con él iniciamos la peregrinación por sus formas geométricas. Conocimos los vínculos del la madera en sus esculturas, las sensibles alianzas de sus elementos reciclados, sus formas totémicas, esas fusiones de materia y espíritu que él ha decidido llamar una iconografía fantástica. Vimos sus seres de luz, sus tradicionales guerreros de los que asoman indistintamente serpientes aladas, duendes, pájaros, lagartos, y que parecen surgidos de una profunda oscuridad.
Contemplamos sus seres mitológicos, sus sagradas inscripciones Incas, sus lienzos donde gravitan vigías o soles lejanos. Nos asomamos a sus códigos esotéricos, a esos espacios que el artista transmuta para imprimir su sello original, a toda esa inmensa gama de su creación bautizada con ese secreto toque de una poética que hace parte integral de su vida.
La entrevista llegaba a su fin y mientras procedíamos a despedirnos ocurrió algo inesperado que todavía nos maravilla. Cuando nos preparábamos para abandonar su casa, advertimos que mudaban algunos objetos para otro recinto, y que unos cuadros de Wilfredo Lam, recostados en el inmenso portón, debían ser trasladados cuidadosamente. Corrimos prestos a ayudar en esa inolvidable operación, que nos permitiría contar a los amigos —para su asombro—, la suerte de haber cargado por algunos segundos las memoriosas pinturas de ese cubano universal.
Dejamos los Lam en el sitio elegido notando que Villegas sonreía por nuestra puerilidad. Su felino consentido —y quizá su interlocutor más perfecto— contemplaba la luna llena de febrero, y entonces sentimos las vibraciones luminosas del senderito de piedra que nos condujo a la salida.
Los perros ladraron cuando abrimos la gran puerta principal.

(Bogotá 2006)

Derechos reservados
© Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio

Carlos Granada

La persistencia de la memoria
Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio
efectuaron la siguiente entrevista para el No. 13 de la revista Común Presencia
Este reconocido artista colombiano durante su fructífera labor expresiva ha testimoniado la incesante violencia de nuestro país y alternamente ha poblado un inquietante universo erótico. En el siguiente reportaje, colmado de implacables anécdotas, relata episodios de sus hallazgos creativos y de la convulsiva realidad latinoamericana
Después de la categórica orden impartida a Carlos Granada por los directivos de la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá promediando el año de 1960, de omitir siete de los cuadros de su exposición bajo la acusación de perturbar la moral pública, el pintor irrumpió con medio centenar de estudiantes de Bellas Artes de la Universidad Nacional a las silenciosas instalaciones del lujoso recinto, y con arengas y gritos contra la moral burguesa, la represión religiosa y la sociedad conservadora, enfrentaron a los vigilantes y a los burócratas de la cultura, y descolgaron todas las obras de la exposición que combinaba como siempre las dos miradas del artista sobre el mundo: el erotismo como símbolo de la vida y la violencia como cruenta expresión del reino de la muerte.
Muchos de los sobresaltados lectores que se encontraban en la Biblioteca, ganados por la magia del escándalo, decidieron participar de la inesperada marcha que comenzó su recorrido por la calle Once para desembocar en la carrera Séptima, y gritando agudas consignas notaron cómo la multitud crecía al ver la surrealista imagen de los enormes óleos de Granada, de las exuberantes mujeres desnudas y de los cuerpos mutilados desfilando en lienzos por las calles céntricas. La manifestación se hizo incontrolable y decidieron exponer allí, a la intemperie, en la esquina de la Avenida Jiménez, para todos los caminantes, la obra censurada. Los funcionarios públicos, los mendigos, las beatas, los niños que habían escapado de los colegios, los comerciantes y todos los curiosos transeúntes, opinaban sobre la exposición callejera, y surgieron de todas partes oradores improvisados que subían a un atril previsto para los policías de tránsito, a lanzar desde allí arengas contra la autoridad, contra los obispos y los políticos, e incluso no faltó quien durante varios minutos, con oratoria torrencial, insultaba a los artistas oficiales del país, debatiendo sobre la importancia inalienable de la libertad del arte.
Era tan extraño el suceso que la policía no sabía cómo intervenir y luego de hacer un recorrido por la obra, ordenó la entrada de los carros antimotines y cuando uno de éstos se estrelló contra el más grande de los lienzos, la multitud enardecida sacó por la ventana al conductor del vehículo convirtiendo en jirones su uniforme. Tras el enfrentamiento vino la estampida, y los estudiantes corrieron con los cuadros hacia otro lugar de encuentro para reanudar la exposición errante que durante varias horas atravesó la ciudad hasta culminar en el estudio del artista.
CG: La memoria es lo que somos, es la única alianza que no podemos romper, porque sería desastroso que el hombre olvide sobre cuántos huesos y cenizas está parado. Pueblos como el nuestro, en donde se ha entronizado la religión del olvido, producen realidades atroces. Debemos aprender a mirar hacia adentro y hacia atrás si queremos sobrevivir. Por eso la obligación del artista debe ser preguntar, recordar, reflexionar, perturbar y si es necesario transgredir los falsos valores que sostienen un sistema que aún no ha podido convencernos.
CP: André Breton lamentó que el escándalo pasara de moda. ¿Después de esta censura que le dio tanto prestigio entre los intelectuales de la época vinieron otras?
CG: Desgraciadamente no muchas. El arte que se respeta debe ser subversivo, y como nunca he sido pintor oficial, ni he pertenecido a grupos o cacicazgos, ni pretendo prebendas del poder, durante la alcaldía de Virgilio Barco me cerraron otra exposición que estaba colgada en la Rotonda del Parque de la Independencia. Posteriormente por el escándalo que se armó, el director de una galería que quedaba frente al Museo Nacional se interesó en mi obra y al inaugurar la muestra asistió tanta gente que rápidamente llegó la policía. En ese momento para mí comenzó un proceso kafkiano donde se me atacaba una vez más de atentar contra la dignidad pública. Recuerdo de este episodio no sólo la prohibición de las directivas del periódico El Tiempo a todos sus redactores de mencionar el suceso, sino las constantes citaciones a declarar, expedidas por uno de esos jueces imbéciles y de doble moral que abundan tanto en nuestro medio.
CP: Después de esos hechos que padecieron también los más rebeldes artistas colombianos, sigue creyendo como se planteaba en la década del sesenta que el artista debe ser la conciencia de su tiempo?
CG: Sí, aunque desafortunadamente en este país el arte ha sido doblegado, arrodillado a las clases dirigentes o a las imposiciones económicas. Es, para decirlo con claridad, complaciente y débil. Los museos y las grandes galerías se convirtieron en instituciones oficializantes del artista y no en sus verdaderos promotores como debe ocurrir. Han impuesto una cultura petrificada, de formas convencionales, al servicio de una fácil imaginación. Arte comprendido es arte muerto. Nuestra sociedad fue asimilando a quienes no tomaron la rebeldía como su profunda actitud de vida. Sus víctimas fueron pintores de gran talento y fuerza expresiva como Alejandro Obregón, quien al final de sus días fue nuestro más reconocido artista oficial. Esto es desdichado, porque de los óleos de Obregón a sus acrílicos hay mucha diferencia, de la fuerza de sus cóndores a sus búhos existe una distancia enorme. Y no es extraño en este tiempo en que todo se vuelve moda, subyugación, ver a escritores y pintores mendigando las prebendas del poder... Santiago Cárdenas, Maripaz Jaramillo, Enrique Grau y Manuel Hernández, para nombrar sólo algunos, renunciaron a sus exploraciones expresivas convirtiéndose en cultura oficial; pero eso siempre tiene un costo muy alto, porque cuando la libertad de la imaginación se entrega al poder de turno la obra se vuelve inofensiva y estéril. El artista tiene que ser la persistencia de la memoria. La verdadera obra de arte no está en los museos, así como la literatura no está en las bibliotecas. Quizás es allí donde muere... Es necesario pintar la vida y la muerte, los extremos donde se define la existencia. La mejor pintura está en los suburbios, en la solidaridad humana, en las calles y barrios, en las pasiones y esperanzas de la gente común.
Desde niño jugaba a pintar las imágenes de la violencia en el pueblo que vivía –Líbano, Tolima– y me impactaron tanto que me supe pintor el día que vi la muerte y descubrí la tortura en esa zona cafetera tan azotada por la guerra. Entendí desde entonces que debía contar la vida a través del erotismo y alternamente testimoniar el horror que sacude nuestro territorio. Una de mis exposiciones inaugurada en 1980 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá ejemplifica esta visión con su título: El color de la vida, el color de la muerte.
CP: ¿Pero este concepto no fue el que condujo al gran desastre artístico llamado realismo socialista?
CG: En cierta forma, pero yo clamo por el arte social, jamás por el político. Recuerdo que en Cuba, país que visité durante lo más fuerte del proceso revolucionario, todos dibujaban el desembarco en Bahía Cochinos... Y sólo estaba permitido pintar a Fidel o a Ernesto Che Guevera de manera fotográfica, prohibiéndosele al artista imponer su estilo particular. Era asombrosa la mirada tan limitada que tenían sobre el arte, incluso fueron una moda los paisajes con nieve... Esto me parecía increíble en pleno caribe, donde esos cuadros de inmensidades blancas inspirados por aquellos que habían logrado estar en Moscú, testimoniaban una de las innumerables manifestaciones del contradictorio surrealismo al que llegó la revolución. Para regresar de Cuba, por ejemplo, había que ir hasta Checoslovaquia vía Canadá... e intelectuales como el poeta Allen Ginsberg, conocido rebelde de la poesía mundial, contradictoriamente fue obligado a salir en el primer avión por el acoso de los homosexules de la isla, que le pedían a este gurú Betnik que proclamara su derecho a la igualdad sexual. Y lo que aún no deja de asombrarme fue la terminante prohibición del uso del cabello largo a los hombres y la implacable persecución a las jineteras, que irónicamente son hoy en día quienes mantienen la economía de la isla.
CP: ¿Cuál fue su relación con la Izquierda durante esos años convulsivos?
CG: Aprecio de la Izquierda su humanismo y critico estadios a los que llegó, como el siniestro estalinismo. Para seguir la serie de contradicciones que enunciaba, recuerdo el enfrentamiento de los partidos comunistas de América Latina con la revolución cubana, a tal punto que escuché a Fidel Castro refiriéndose despectivamente de los mamertos colombianos, que era como se nombraba aquí a los partidarios de la línea prosoviética.
CP: ¿Conoció a Camilo Torres?
CG: Sí, y nunca olvidaré la última vez que lo vi... Era una semana cultural en la Universidad Nacional, y él saludándome sacó de su billetera un recorte de periódico envuelto en seda donde se transcribía la carta de despedida del Che Guevara a Fidel, al partir hacia Bolivia. Me asombró la devoción de Camilo al guardar esa misiva y el emotivo contenido de la misma. Eran momentos privilegiados en que podíamos ver el país desde todos sus ángulos y aún se creía en el proyecto del hombre.
CP: ¿Fue en esa época que Marta Traba llegó a Colombia y suscitó diversos enfrentamientos con pintores de su generación?
CG: Marta Traba advirtió nuestra ausencia de crítica y se apropió de ese vacío inmediatamente. Aquí sólo los escritores opinaban de pintura, pero no existían especialistas en arte, y el conocimiento era tan precario que cuando vino una exposición de Picasso a Bogotá no se vendió ningún grabado. Ella aprovechando esa circunstancia, quiso manejar el país cultural. Con su soberbia característica, empezó a lanzar improperios según su visión particular a veces equívoca y europeizante. Como era argentina y para el colmo venía de París nos quiso condenar a sus engañosas percepciones de un mundo extraño para nosotros. Recién llegada dictó una conferencia en contra del Muralismo Mexicano y de toda la pintura social. En un momento en que quisimos utilizar el arte para mostrar nuestra compleja realidad, ella quería imponernos algo externo. Para Marta Traba los problemas sociales no existían y –ahora nadie lo recuerda– tuvo el cinismo de apoyar un golpe militar en Colombia. Algunos años después advino su decadencia y la gente dejó de creer en sus totalitarios conceptos, obligándola a radicarse en Caracas donde quiso montar el mismo tinglado que aquí, pero en Venezuela no tuvo éxito, y en pleno Salón Nacional un importante pintor se subió al estrado y le dio una bofetada que la derribó. Así terminó su larga y excluyente dictadura.
CP: Desde la perspectiva de la universidad pública ¿cómo se veían las corrientes del Arte Abstracto en esa década sacudida por diversas ideologías sociales?
CG: Estudiábamos todas las manifestaciones artísticas y en nuestro medio tenía fuerza el Muralismo Mexicano, introducido por pintores como Gómez Jaramillo. Sin embargo para mí el Arte Abstracto es apenas decorativo y sólo me interesa porque renovó la figuración, dándole más libertad. Me acerqué al Expresionismo pero indagué esencialmente en el arte social, que no es un movimiento y por tanto nunca pasará de moda. Y ante la reciente crisis de las escuelas de arte me afirmé en lo figurativo. La creación es misterio y siempre debe dejar inquietudes, desplegar la imaginación. Por eso el Hiperrealismo y el reciente Neorrealismo que impulsan en este país no es eficaz, es una pintura obvia. La obra va cambiando con los ojos de quien la contempla y con el tiempo, allí radica su poder.
Por mi parte trabajé todas las técnicas y temas, excepto el paisaje porque nunca sentí su necesidad. Aprovechando que en Bellas Artes no había restricciones, y los estudiantes teníamos derecho a todos los materiales, fue mi época de grandes experimentaciones. Recuerdo que se le prohibió al almacenista darme óleo rojo por mi propensión a pintar con ese color, y me las ingenié para procurármelo mediante trueque con los compañeros. Era tan generosa la facultad que uno podía reclamar las telas del tamaño que quisiera y de allí me quedó la inconveniente costumbre de pintar en grandes formatos.
CP: Hay colores que definen a un pintor...
CG: El rojo me llama, lo mismo que los grises y azules. En cambio con el amarillo no tengo muy buenas relaciones ¿Qué pensaría Van Gogh? Sin embargo un buen colorista utiliza pocos matices pero acertadamente, puede usar incluso uno, recordemos la época azul de Picasso... Mi proceso se inicia manchando la tela, le tengo terror al lienzo virgen. Y nunca hago bocetos porque a veces resultan mejores que el cuadro. Me parece más interesante la directa impremación del lienzo, sé que los fantasmas están allí, que van aflorando. Los voy descubriendo, me dejo llevar por la forma, por el sentido del color, me entrego a la realidad de la luz.
CP: Usted que ha pintado cuadros en homenaje a diferentes pintores como Géricault, Fortuny, Velásquez, etc... ¿qué piensa de la influencia?
CG: Creo que no es peligrosa, lo grave es la influencia de sí mismo. Copiarse es la muerte. El artista debe tener más precaución con su interior que con sus maestros. Picasso y Braque robaban sus ideas mutuamente y al final tomaron tantas precauciones que Braque al sentir a su amigo arribando a su estudio ponía todos los cuadros de cara a la pared. Son conocidas sus divertidas anécdotas de espionaje artístico. El arte es un permanente asalto, una constante usurpación.
Guayasamín, por ejemplo, se convirtió en una fórmula, en un tic comercial que nos recuerda el Cubismo. Grau hace varias décadas repite un mismo cuadro. Y José Luis Cuevas además de copiarse hasta el hastío no ha hecho otra cosa que imitar a Orozco y a Guadalupe Posada. La reiteración es una aventura de la que muchas veces no se sale bien parado.
CP: ¿Piensa que la ascensión de la cultura a Ministerio fue la última tentativa para acabar con ella?
CG: Sí. El atropello a la cultura no tiene límites en este país. La burocracia absorbe las invitaciones que son para los verdaderos artistas. Los políticos nombran funcionarios mediocres para los cargos culturales, invistiéndolos para nuestra desgracia de un carácter eterno, porque al parecer nunca son removidos. El silencio es utilizado contra las manifestaciones artísticas más audaces mientras los medios de comunicación pretenden instaurar un mundo de autistas. El poder se ha fundido con la más rampante ignorancia, con la insensibilidad, y para hacer explícita mi idea, actualmente no existen en el Palacio de Nariño pinturas de autores colombianos, fuera de los reconocidos murales. Y como si fuera poco algunos de nuestros intelectuales se han derechizado, deshumanizado, e incluso ya no es extraño verlos defendiendo al fascismo o al paramili-tarismo. ¿Que más podemos esperar?
CP: ¿Durante su reconocida errancia cuál ha sido su experiencia con artistas de otras culturas?
CG: Los encuentros de los viajes siempre están provistos de poesía. Recuerdo con asombro el hecho de que todos los pintores marroquíes eran abstractos porque la religión les tenía prohibido pintar la figuración. Por otra parte me parece maravilloso encontrar a los colombianos por fuera del país. En una ocasión Fernando Botero quien fuera mi profesor en la facultad de Bellas Artes me invitó a su estudio en Manhattan, en los felices días en que el Museo de Arte Moderno de Nueva York le acaba de comprar su primer cuadro. En ese mismo viaje durante mi exposición en la Galería de la Unión Panamericana en Washington, vi a David Manzur con su pintoresco promotor: el crítico cubano Gómez Sicre, quien orquestaba una secta de artistas homosexuales latinoamericanos. La anécdota es interesante porque a Manzur le estaban grabando un video, y delirante ante las cámaras y los numerosos presentes, se rasgó sus vestiduras y con los dedos se pintó un cuadro en el pecho. Luego en una visita a París, Luis Caballero me hospedó en su estudio y así tuve la oportunidad de compartir con él su mundo inteligente e irónico.
También los viajes me son importantes para ir a los museos a ver pintores, no pinturas. El Prado, en mi concepto, es el más importante del mundo. Allí tengo el vicio de contemplar un día entero a Goya, otro a Velásquez, otro a Rubens, para comprender más claramente sus aportes. Me encuentro con Brueghel, El Bosco, El Greco, verdaderos visionarios y antecesores del Expresionismo...
CP: Muchos pintores colombianos hoy reconocidos fueron alumnos suyos...
CG: Darío Morales fue un alumno aventajado aunque era muy académico, al final lo vi en Europa pade-ciendo la angustia del prestigio. Jacanamijoy quien al comienzo era telúrico pinta ahora lamentablemente una selva al estilo Walt Disney. A varias generaciones les di clase en bares y burdeles, y no precisamente en aquellos sofisticados que frecuentaba Toulouse Lautrec. Mi intención era que aprendieran que el arte es un latido, una respiración.
CP: ¿Conoció personalmente a Picasso?
CG: No, aunque para mí es el artista contemporáneo más importante, pues pintaba en cualquier dirección: cubismo, realismo, surrealismo, y sus dibujos eran excepcionales... Recuerdo que alguna vez fui invitado por el crítico español José Moreno Galván que iba a entrevistarlo, pero no me atreví a hacerle compañía –de lo cual no me arrepiento– porque en un momento determinado pensé: ¿Y yo... que le voy a decir a Picasso?

Carlos Granada (1933). Estudió Artes en la Universidad Nacional de Colombia. Se especializó en Pintura Mural en la Academia San Fernando de Madrid. Fue director del departamento de Bellas Artes y del Museo de Arte de la Universidad Nacional de 1977-1979. Fue cofundador del Centro de Investigaciones Plásticas Taller 4 Rojo.

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