Por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio
(Pomabamba,
Ancash, Perú, 1926 - Bogotá 29 de diciembre de 2013). Uno de los
grandes de la plástica latinoamericana. Finalista en 2013 del Premio
Príncipe de Asturias. Pintor de gran reconocimiento internacional con
exposiciones individuales en una veintena de países. Su afortunada
exploración
en el arte abstracto y en el figurativo, su condición de creador de
objetos y
su maestría como dibujante, lo sitúan como uno de los personajes más
completos y decisivos del arte latinoamericano.
Residió en Colombia desde 1950. Recibió el Primer Premio del Salón de artistas de
Bogotá (1955), la Mención de Honor I Bienal de Quito (1968), y la Medalla de Honor
del Congreso de la República
del Perú (2005), entre numerosas distinciones. Fue director de la facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional
de Colombia.
Esta entrevista realizada en homenaje a sus ochenta
años de vida, es una indagación sobre sus inicios y el
desarrollo de la plástica en América Latina, sus luminosas obsesiones creativas
y su tradicional disciplina en búsqueda del «oro del tiempo».
* * *
Tres
antiguos relojes dieron las 3 de la tarde mientras aguardábamos en la sala
principal de su casa observando un grabado de Rembrandt y una cerámica que
realizara Picasso en la alfarería de Madoura. Nos movíamos cuidadosamente entre
el bello abigarramiento de la decoración. De pronto el saludo entusiasta de su
esposa Sonia Guerrero, arrebatándonos de nuestra silenciosa contemplación, nos
hizo perder momentáneamente el equilibrio provocando el oscilar de un enorme
florero habitado por especies exóticas.
«No
es prudente tropezar en este lugar, en verdad...» —afirmó ella sonriendo
mientras observábamos a nuestro alrededor los objetos de delicados diseños, su
colección de exquisitos cristales, los numerosos Cristos de la colonia, los
refinados santos de la escuela quiteña, el acuario donde agonizaba un pez
anaranjado, y una virgen de Legarda.
Bajo
el domo de su estudio invadido por su emblemática obra figurativa, sus
recientes creaciones abstractas y sus totémicas esculturas que irrumpían en
inesperados sitios semejando una invasión intergaláctica, nos llegaba la voz
serena de Armando Villegas. Lo oímos certificar la autenticidad de uno de sus
cuadros a un hombre que había acudido minutos antes que nosotros, para
posteriormente opinar: «En verdad toda obra es original, lo malo está en el
plagio por lucro. Copiar es bueno por admiración, por aprender técnicas o para
rendir un homenaje. Una vez hice la réplica de un brazo de Cristo, cuadro
pintado por Obregón, que nunca pude comprar... Fue la forma de satisfacer mi
sueño» —dijo saludándonos desde lejos, y prosiguió: «Esta es una cultura de la
falsificación, todo lo han degradado, todo, hasta la luz...»
Poco
después Martín, el gato birmano, verdadero rey de su dominio, arribó maullando
a la sala donde nos encontrábamos, y saltando sobre el sofá principal, se
acomodó como un centinela que espiaba incluso nuestra respiración.
«Son
los últimos seres puntuales» —dijo entonces con entonación pausada el artista
que venía a nuestro encuentro con los brazos abiertos.
El
gato observaba atento el acuario. Villegas impidiendo que comenzáramos la
entrevista se devolvió súbitamente con preocupación, con el propósito de
observar un pez que permanecía estático, mientras los otros comenzaron a girar
intensamente a su alrededor intentando devorarlo. Sugerimos diversas
estrategias para controlar el canibalismo acuático que comenzaba a desatarse,
opinando con pasión e ignorancia sobre piscicultura; y ya cuando recordábamos
al «pez soluble» de Breton sin decidirnos a actuar, apareció alguien con una pequeña
red y sin mediar palabra lo trasladó a un recipiente de vidrio, donde por
instantes pareció revivir rondado por el arrogante felino.
Entonces
retornó el sosiego. Caminando al lugar elegido para la entrevista nos señaló un
hermoso óleo de Obregón, elogiándolo con generosidad. Nos invitó a apreciarlo,
reparando posteriormente en un cuadro de Corot y en el famoso dibujo que le
hizo Fernando Botero a Gonzalo Arango, cuya imaginaria obesidad nos hizo
recordar por un momento el rostro delgado —en verdad demacrado, esperpéntico—
que caracterizó siempre al Papa de la poesía Nadaísta.
—Gonzalo Arango gordo, qué extraordinaria
imaginación... El arte debe fingir algunas veces en su búsqueda reveladora
—afirmó irónico.
Luego
de ver parte de su colección privada, que corroboraba su obsesión vital por la
estética, y mientras preparábamos la grabadora, vimos como el gato Martín, más
sociable que su hermano Pablo— saltó sobre el pecho de Villegas para permanecer
allí adormilado durante toda la conversación.
—Su
arribo a Colombia se produce en el año 50. ¿Por qué precisamente este destino?
—Por
un malentendido. Yo había conocido en Lima a dos jóvenes colombianos que
estudiaban en la Escuela
de Bellas Artes, quienes me informaron de un programa de intercambio y me
entusiasmé por venir a estudiar pintura mural. Con otro colega peruano
interesado en estudiar arquitectura hicimos el recorrido por la carretera
Panamericana. Cuando llegamos a Bogotá, nos presentamos casi de inmediato en el
Ministerio de Educación con el propósito de gestionar todo lo relacionado con
el programa y resultó que tal beca no existía. No había nadie que diera razón
al respecto. Allí sin embargo nos sugirieron que lo intentáramos en la Escuela de Bellas Artes
para probar la idoneidad y efectivamente después de nueve meses de estudio nos
concedieron una beca. Luego me vinculé a la Universidad Nacional
y allí hice un posgrado en pintura mural que era el propósito de mi viaje a
Colombia.
—¿Cuál era su actividad artística en ese
momento?
—Comencé
a trabajar en la Galería
el Callejón como ayudante de medio tiempo y el resto del día estudiaba. Por
entonces conocí a Álvaro Mutis, a quien pedí que escribiera las palabras de
presentación de mi primera exposición; él me dijo inmediatamente que aceptaba,
pero pasadas unas semanas, cuando le pregunté si estaba listo el texto para
elaborar el catálogo, contestó que no había tenido tiempo, pero que le diría a
un amigo suyo, que era periodista de El Espectador, para que hiciera esta
presentación. Ese inesperado cambio al comienzo no me agradó. Sin embargo fue
así como tuve mi primer contacto con Gabriel García Márquez, quien escribió la
generosa presentación de aquel catálogo inaugural. Gabo también estaba en sus
inicios y sus búsquedas, y desde entonces conservamos nuestra prolongada
amistad. Recuerdo que muchas veces él me dijo observando mi infaltable corbata:
«Tú debes ponerte un sobrenombre o un seudónimo, porque eres muy formal, y eso
en este país puede ser nefasto para un artista».
—Usted
ha declarado que al llegar a Colombia lo sorprendió un arte parroquial, ajeno a
todas las vanguardias…
—Cuando llegué este país padecía de un
arte complaciente, decorativo. Ya habían transcurrido cuarenta años, o más de
las renovadoras vanguardias en el mundo, y aquí aún estaban dedicados al
paisajismo y a un impresionismo tardío. Algunas décadas habían pasado de un
arte impulsado por Klee, Kandisnky y Malevich donde se marginaba la figuración,
y aquí los artistas tenían como meta estudiar en la Escuela de San Fernando en
Madrid, en la que imperaba la ortodoxia. Ricardo Borrero, Roberto Pizano y
Epifanio Garay eran excelentes cultores de una técnica pero a su vez exponentes
de un anacronismo creativo. Fueron pintores academicistas que no investigaban
las complejidades de lo cromático ni proponían formas nuevas y que olvidaban
nuestro entorno cultural. Andrés de Santa María, por ejemplo, fue un artista
impresionista cuando este movimiento había desaparecido hacía algunas décadas
en el mundo. El arte colombiano era un escenario de momias, era el mausoleo de
las corrientes ya superadas en Occidente. Por eso resulta fundamental la década
del cincuenta donde se propiciaron corrientes más universales, pues en ella por
primera vez la plástica intenta nivelarse con las manifestaciones renovadoras
del resto del planeta y asistimos a la consolidación de artistas venidos de
otras latitudes que decidieron arraigarse en este país, dejando un legado
importante.
—¿Cómo
se vinculó posteriormente con el grupo de creadores de esa época?
—La
verdad que no fue fácil. Yo no sólo era extranjero sino muy tímido. Extrañaba
la bohemia y las tertulias del Perú que eran más abiertas, más completas en el
sentido del aprendizaje. Allí compartíamos los hallazgos, hablábamos de la
técnica, de las influencias y del arte en general. Acá todo era distinto, nos
reuníamos para tomar licor y para hablar de temas muy diferentes al arte. Por
ejemplo, no recuerdo haber visto jamás pintar a ninguno de los colegas de
generación, ni siquiera a Ramírez Villamizar, quien era mi mejor amigo. En la
plástica no había espíritu de agremiación. Los sábados nos reuníamos para beber
en la Candelaria
en casa de Luis Vicens, un escritor catalán. Recuerdo que García Márquez y yo
éramos los más tímidos. También él se quejaba de cierta soledad, en verdad, de
cien años de soledad... Tanto que al final terminábamos los dos hablando y
contándonos historias de la infancia o inventándolas. Fumábamos ansiosamente y
bebíamos Cuba Libre. Luego la dueña de la casa nos hacía cenar y nos
despachaba.
—¿Cuándo
se inicia en la docencia?
—Esta
fue una década de gran crecimiento para mí. Para entonces Ignacio Gómez
Jaramillo, que era el padre de la escuela de muralismo en Colombia, fue mi
maestro en la
Universidad Nacional. En el año 53 empecé a dictar clases. Ya
para 1954 conocí a Marta Traba, que recién había llegado de Europa y nos
hicimos grandes amigos. Y fue así como realizamos el primer programa sobre arte
que fue narrado por Marta, en la televisión en blanco y negro. Posteriormente
en 1962 se fundó en Bogotá el Museo de Arte Moderno y ella fue su primera
directora, cargo en el que estuvo hasta 1967, y en el que la sucedió Obregón.
Mi
actividad como docente la ejercí del 58 al 64 en la Universidad de los
Andes. Luego durante el 65 y 66 estuve en la Javeriana, y del 73 al
2000 pertenecí a la
Universidad Nacional. En 1986 cuando se celebraba el
centenario de la Escuela
de Bellas Artes de Bogotá, fui nombrado como su director, lo que constituyó un
gran honor para mí, porque yo era extranjero. En aquella época fueron mis
alumnos: Luis Caballero, Beatriz González y Ana Mercedes Hoyos.
—¿Usted
cree que es posible enseñar una disciplina artística?
—El color indica peligro o placidez e
ignoro si eso es posible enseñarlo. El dibujo requiere de cierto virtuosismo que
se puede aguzar y supongo que esto es probable aprenderlo. Tal vez podemos
guiar a alguien para que logre provocar el asombro, con formas y colores, pero
sospecho que lo más importante es que el maestro consiga ayudar al alumno para
que encuentre su liberación, que además de dar claves técnicas pueda transmitir
su insurrección interior. Se me hace imperioso decirlo para concluir: El
maestro debe propagar siempre en sus clases una pedagogía de la libertad, de
otra manera habrá esculpido en el viento.
—En
el sentido dado por Bataille a la experiencia, ¿podría decir que Colombia ha tenido muchos
pintores pero muy pocos artistas?
—Un pintor o un dibujante es quien
conoce la técnica, pero un artista debe contener un cosmos estético en su
interior. Para él no es posible enfrentarse a su obra sin haber indagado
previamente en las revoluciones de la plástica acontecidas desde las cuevas de
Lascaux hasta nuestro tiempo, y lo más importante, sin dejar en cada una de sus
creaciones la impronta de su feliz o perturbada existencia. El artista es por
tanto quien involucra en su arte la poesía, quien hace de su expresión un hecho
poético, porque lo posee la aguda conciencia de que su obra no es un simple
accidente, sino un proyecto vital.
—Algunos
artistas de su generación fueron nombrados en una ocasión como los pintores
Trabistas. ¿Quiénes eran?
—Todo
se debe en realidad a una fotografía de Hernán Díaz que salió en la revista
Semana y donde por primera vez aparecimos en grupo. Allí estábamos: Botero,
Grau, Ramírez Villamizar, Wiedeman, Obregón y yo. En realidad no fuimos un
verdadero grupo porque cada cual estaba en sus propias búsquedas, pero a todos
nos unía para entonces una buena confraternidad. En una ocasión invitaron a
Obregón a una exposición y a última hora pintó el ya mencionado brazo de
Cristo. Llegó muy afanado a buscarme al Callejón, porque yo tenía una cierta
fama de alquimista y me dijo: «¿Armando, qué hago para secar rápido el oleo?»
Le dije que no se preocupara e hice rápidamente algunos tratamientos que
conocía y al otro día el cuadro estaba en la exposición. Fue la primera obra de
él que tuve en mis manos y esto me emocionó mucho. Se vendió por una alta suma
y yo hubiera deseado comprarlo. Tiempo después él me obsequió un cuadro
bellísimo y un gringo a quien le dictaba clases terminó hurtándome esa obra.
Pero posteriormente ocurrió algo increíble: supe que la pintura fue donada por
el gringo ladrón a un museo en Nueva York.
—¿Cómo
describiría a Obregón?
—Él quiso emitir una actitud contraria
a lo que era, Alejandro siempre fue una persona tímida y proyectaba una furia y
una pasión desenfrenada. Él estaba empeñado en reproducir en Colombia la
bohemia parisina que celebraron los artistas en Montmartre a comienzos del
siglo XX y su actitud le debió parecer a muchos por lo menos insólita. Él
propendía por una vida abierta y en sus embriagueces más famosas su actitud era
casi delincuencial. Era un pintor con indudables recursos, con poderío
cromático. Y aunque todos conocemos sus desmesuradas anécdotas, en una ocasión
mientras escanciábamos licor me dijo apoyándose en su mirada acerada: «Si tú no fueras
buen pintor te habría arrebatado a tu mujer»;
al escucharlo me quedé perplejo y pensé por primera vez que el arte me había
servido para algo.
—¿Cree
que la gloria de Botero es equiparable con su grandeza artística, por su
versatilidad como pintor, dibujante y escultor?
—Es importante resaltar que Botero es
ante todo un dibujante. En sus inicios se aproximó a la pintura de Piero della
Francesca y tomó el color de Paul Cezanne, sin embargo él jamás crea un
problema pictórico. Por otra parte tampoco es un escultor, pues alguien que
lleva sus dibujos a tres dimensiones no es representativo de este arte;
escultor es quien se enfrenta a los problemas intrínsecos de la materia, del
volumen; no quien traslada una imagen a un arte convergente. Recuerdo que
cuando yo conocí a Botero —él fungía como Secretario de Cultura— y estaba muy
preocupado por imitar a Modigliani y lo hizo en su sentido opuesto, aumentando
sus formas, pero así mismo despojándolas del erotismo y del misterio, lo cual
me parece bastante radical. Repito, él simplemente colorea sus dibujos, usando
el mismo procedimiento del niño que aprende en sus cartillas, pero no se
enfrenta a las complejidades impuestas por lo cromático.
—Conocemos
sus controvertidas opiniones sobre Enrique Grau…
—Grau fue un intelectual cuyo trabajo
partió de la figuración expresionista con una técnica refinada, no obstante me
parece que es un artista “señorero”, proclive al deleite de la burguesía,
aunque haya logrado imponer su figuración en el inconsciente colectivo, lo cual
es notable… Grau nos ofrendó a su “Rita”, Arenas Betancourt a su “Bolívar
desnudo”, Obregón insertó en nuestra memoria cóndores y su pincelada furiosa,
Rayo sus cuerpos geométricos en preciso equilibrio, Botero inoculó a su
“Pedrito” y a sus gordas en el imaginario mundial. Y todo aquello se gestaba en
la década del cincuenta. Luego, de manera menos visible, podríamos agregar que
Eduardo Ramírez nos heredó sus simetrías metálicas, Leonel Góngora sus
“Bogotánicas”, el barranquillero Ángel Loochkartt insertó en nuestra tradición
estética sus congos del carnaval, Negret sus árboles rojos... Y yo creé a mis
“guerreros” como todos saben, que son retratos imaginarios, entre lo real
maravilloso y el realismo fantástico, que ya hacen parte de nuestra
iconografía. En cuanto a ellos se me ha acusado de que se repiten, pero yo
opino lo contrario. Es como las figuras de la niebla: siempre están en continua
transformación. Además, algunas veces he pensado, que en el acto de perseguir
las mismas y cambiantes formas —como la gota de agua en la roca— es donde
radica la permanencia de un artista, es allí donde le es posible plasmar un
trazo en la memoria de nuestros contemporáneos.
—¿Piensa
que la brújula del arte colombiano está privilegiando en nuestros días los
nombres que Marta Traba excluyó?
—Es indudable. Toda ola tiene su resaca
y la gente comprendió finalmente que ella opinó con beligerancia sobre un corpus que estábamos construyendo con
dificultad varios artistas. Ella no inventó nada. Como a tantos artistas, a mí
primero me elogió y luego me persiguió, pues era ciclotímica. Cuando llegó a
Colombia, artistas como Acuña, Rómulo Rozo quien exploraba en lo precolombino y
Marco Ospina en el cubismo, y todos los mencionados antes en esta entrevista,
ya estábamos configurando nuestro universo imaginario. Pero con el tiempo uno
pierde la memoria —o se vuelve lúcido— y advierte que existen falsos profetas y
que el eclipse que pretendió instaurar la crítica argentina ya se diluyó. Mi
relación con ella culminó un día en que le esgrimí esta sentencia para
defenderme de sus improperios: «Los críticos pasan pero los artistas
quedan»; y eso hoy a mis ochenta años me
parece categórico.
—¿A
qué pintores reconocidos del mundo conoció?
—Tuve
la fortuna de conocer a Chagal. Mi encuentro con él sucedió en París cuando un
amigo me invitó a una exposición. La muestra me pareció tan maravillosa que
hasta llegué a pellizcar uno de los cuadros para traer un recuerdo del artista.
Siempre he sido muy fetichista (aún guardo una caja afelpada con pequeños
tesoros recogidos en las calles de mi infancia). Estábamos allí cuando de
repente apareció una figura que nos llamó la atención por su pelo encrespado y
sus ojos profundamente azules. Era precisamente Chagal. Mi amigo me presentó
diciéndole que yo era un pintor suramericano y él se interesó, y fue muy
cordial. Yo le dije que estaba enriqueciéndome con sus pinturas. Sonrió y me
contestó: «Yo también he venido a aprender, porque una cosa es tener las obras
en el taller y otra que estén expuestas en una galería». Se refirió a la mirada exterior que requiere el arte, a la
necesaria aprobación del espectador, y al momento en que uno es el contemplador
externo de su propia obra. Pues es allí, en los ojos del otro, donde el arte
nace, donde se consuma, donde se universaliza.
—¿Cómo
ha sido su relación con los grandes iconos de la pintura latinoamericana:
Tamayo, Guayasamín, Lam…?
—A
Tamayo lo conocí en México en el año 77. Tuve la oportunidad de charlar con él
y conocer la magnitud y la importancia de su obra. En él se funde toda la
tradición precolombina, su trabajo matérico,
su colorido y su folclor, que lo han consolidado como uno de los grandes
maestros latinoamericanos. En cuanto a mis relaciones con Guayasamín siempre
fueron de respeto y cordialidad, pues aunque era dogmático de la Izquierda, yo por ser
apolítico me acoplé a esos diferentes afectos. La política comercia con lo más
abyecto y efímero del ser humano, mientras que el arte pretende un matrimonio
con lo sublime. Con Guayasamín sostuvimos una gran amistad. Él me visitaba
siempre que venía a Colombia. Algún día hicimos un trueque de obras (una cabeza
mía, por una de él), y ese intercambio de cabezas —suena divertido— nos unió mucho.
En cierta ocasión en que yo no estaba en casa, vino a visitarme y con un
marcador dejó una extensa y cariñosa dedicatoria en un muro. Sobra decir que
nunca pintaré esa pared. Cuando venía a Bogotá y alguien le encargaba un
cuadro, yo le prestaba bastidores y materiales.
—¿Cree
que América Latina ha tenido un artista universal?
—Nunca hemos tenido un artista genial
exceptuando al uruguayo Joaquín Torres García, quien sería el gran maestro de
la abstracción y con cuyo legado yo vine a Colombia…
—¿Y
los muralistas mexicanos no le parecen lo suficientemente significativos?
—Orozco, Rivera, Siqueiros, constituyen
una escuela extraordinaria donde el dibujo imperaba sobre la pintura, pero en
ocasiones su arte era tan sólo testimonial. Quien más se acercó a la genialidad
fue Rufino Tamayo, un extraordinario artista.
—Usted
es considerado por algunos críticos como el precursor del abstraccionismo en
Colombia…
—Es curioso, la gente siempre piensa en
Wiedemann, lo cual es falso. Cuando conocí a Guillermo, éste era un artista
figurativo y desdeñaba de la abstracción. Fue por consejo de su esposa Cristina
que exploró en aquel territorio que le parecía facilista. Sin embargo creo que
su arte es anecdótico, porque se puede ser anecdótico en el arte abstracto, lo
cual muchas veces se ignora. En Colombia yo comencé la investigación en contra
de lo figurativo con Eduardo Ramírez Villamizar y Guillermo Silva Santamaría.
En 1958 obtuve el segundo puesto en el Salón Nacional de Artistas con un cuadro
abstracto, y era la primera vez que alguien concursaba con una obra de ese tipo
en este país de paisajistas. Es propicio añadir que el arte abstracto se ha
prestado para muchas especulaciones y que ya va siendo
tiempo de otro Renacimiento, pero
la premisa es la siguiente: «Nunca
creas en un artista abstracto que no sepa dibujar».
—Hay
un desatado colorido en sus abstractos y una lúdica casi infantil en toda su
obra escultórica...
—Toda
mi obra ha sido una permanente búsqueda del color original, del primer color,
del único color, que en verdad es el blanco; pues en el rayo de luz están todos
los colores. Es una experiencia casi mística, para la cual trabajo todos los
días. En cuanto a la lúdica, que siempre me obsesiona, es el feliz hallazgo de
aquello que permanece oculto en los pliegues de una memoria ancestral.
—¿La
historia de Armando Villegas es una regresión a las ancestrales culturas
prehispánicas, asumiendo las vanguardias pictóricas del siglo XX como el
Cubismo y el Abstracto cuando buscaron el arte de los orígenes?
—Cierto,
creo haber sido en Latinoamérica el pionero de muchas búsquedas y hallazgos
dentro de los infinitos universos de mis antepasados Incas. La recuperación del
tocapu (palabra quechua que significa geometría), que utilizaban en la
decoración de sus tejidos, y que fue fundamento
de su sistema y de sus composiciones abstractas, ha estado latente a lo largo
de mi obra, quizá desde los inicios mismos hasta las más recientes creaciones.
Han existido sin embargo búsquedas similares como la del mexicano Rufino Tamayo,
quien decidió también remontarse a sus raíces, sin perder el horizonte del arte
llamado Occidental. El caso de Lam es distinto pues él buscó en el arte
africano, y en cuanto a Szyszlo —de ascendencia polaca— se le critica mucho en
el Perú, por bautizar en quechua sus abstractos; actitud que para algunos
denota una impostación en su universo creativo. Aunque es un pintor muy culto
existe algo marcadamente intelectual en la búsqueda de sus raíces Incas. Yo, en
cambio, llevo eso muy adentro, en mi origen, nací en Pomabamba y además soy quechu-hablante. Por otra parte confieso que hay grandes
artistas universales orientadores de mi obra, como el suizo Paul Klee, por
ejemplo.
Villegas
se levantó con agilidad. Nos invitó a su estudio con el propósito de que lo viéramos
pintar. Tomó un pequeño cuadro que estaba en proceso y comenzó a explicarnos su
técnica. Fue rayando la superficie pintada hasta que después de algunos minutos
pudimos vislumbrar el rostro de un guerrero. Vimos la exactitud que demandaba
su trabajo pictórico. Abstraído se entregó a su obra, sin reparar en nuestra
presencia, imponiendo una fértil soledad. Luego agregó:
—Como pueden apreciar yo pinto al
contrario. Mis cuadros son como negativos, el proceso singular que utilizo
potencia su luminosidad. En verdad es como pintar en un espejo. Primero hago
una mancha oscura y después voy levantando el color con cuchillas y espátulas.
Es una operación quirúrgica, de la que depende su alto contraste. Es una
técnica escultórica aplicada a la pintura, una fórmula de sustracción más que
de adición, como cuando el tallador decide hallar la forma que duerme en lo
profundo de la piedra o del mármol. Quizá soy íntimamente tan solo un escultor.
Supimos
por las dilatadas pupilas de Martín que había anochecido. Armando Villegas
había hecho una remembranza de más de medio siglo por sus raíces, desde aquella
neblinosa mañana en que por primera vez llegó a Bogotá en busca de su sueño
pictórico.
Entonces
nos invitó a un recorrido por su obra, precedidos del ronroneo felino. Entramos
a las pluralidades de sus signos y enigmas. Con él iniciamos la peregrinación
por sus formas geométricas. Conocimos los vínculos del la madera en sus
esculturas, las sensibles alianzas de sus elementos reciclados, sus formas
totémicas, esas fusiones de materia y espíritu que él ha decidido llamar una
iconografía fantástica. Vimos sus seres de luz, sus tradicionales guerreros
de los que asoman indistintamente serpientes aladas, duendes, pájaros,
lagartos, y que parecen surgidos de una profunda oscuridad.
Contemplamos
sus seres mitológicos, sus sagradas inscripciones Incas, sus lienzos donde
gravitan vigías o soles lejanos. Nos asomamos a sus códigos esotéricos, a esos
espacios que el artista transmuta para imprimir su sello original, a toda esa
inmensa gama de su creación bautizada con ese secreto toque de una poética que
hace parte integral de su vida.
La
entrevista llegaba a su fin y mientras procedíamos a despedirnos ocurrió algo
inesperado que todavía nos maravilla. Cuando nos preparábamos para abandonar su
casa, advertimos que mudaban algunos objetos para otro recinto, y que unos
cuadros de Wilfredo Lam, recostados en el inmenso portón, debían ser
trasladados cuidadosamente. Corrimos prestos a ayudar en esa inolvidable
operación, que nos permitiría contar a los amigos —para su asombro—, la suerte
de haber cargado por algunos segundos las memoriosas pinturas de ese cubano
universal.
Dejamos
los Lam en el sitio elegido notando que Villegas sonreía por nuestra
puerilidad. Su felino consentido —y quizá su interlocutor más perfecto—
contemplaba la luna llena de febrero, y entonces sentimos las vibraciones
luminosas del senderito de piedra que nos condujo a la salida.
Los
perros ladraron cuando abrimos la gran puerta principal.
(Bogotá 2006)