Pintor, músico, poeta, docente de la Escuela de Bellas Artes de Cartagena. Nació en 1954 en Mompox (Bolívar), Colombia. Licenciado en Educación Artística de la Universidad del Atlántico, Barranquilla, Col. Ha participado en 50 exposiciones colectivas y 14 exposiciones individuales en Colombia y el extranjero (EE.UU, Cuba…). Sus obras existen en colecciones privadas y algunas públicas, en Colombia, EE.UU., Cuba, Brasil, Argentina, Alemania, Suiza, y otros.
Lo tremendamente creativo de este artista radica en el pulso arbitrario con que ejerce la estética de su composición. La hipertrofia y la invención que producen sus pinceles sobre los objetos, los sujetos, y los fenómenos del mundo y de la vida, se deriva de la poesía que impregna el ser de las criaturas, instaladas en ese contexto simbólico habitado por el texto enigmático y figurativo de las formas, el magnetismo del color, y los misterios que suscitan tanto sus arquetipos de perspectivas, como la dúctil geometría de sus luces y sombras.
Para poder alimentarnos de estos frutos estéticos, es preciso acercarnos a la mesa con los ojos de un gusto irracional. Creemos que en el otro extremo del proceso artístico –el de la sensibilidad del destinatario–, pasa algo similar a lo que dimana del artista. Sólo así, a través de complicidades –entre dislocaciones imaginadas y entusiasmos heurísticos–, se puede concebir, plasmar y valorar un camellón de adoquines de donde brotan árboles, perforando y comunicando la belleza de la ruina; un muro colonial atravesado por los filos del agua de un río y el fototropismo positivo de las ramas de un árbol que emergen del muro, sedientas de la luz. Hay, alrededor de la simbología universal de la manzana, una faena de resignificación. El pintor la rebosa de novísimas sugerencias y la sumerge en atmósferas del mundo caribeño: una manzana en ofertorio hacia el cielo, sobre un vaso de cristal; el vaso encima de mesas recubiertas por manteles de algodón y tejidos de luz; una hilera de manzanas sobre espumas de nieve, bajo una rosa que levita, o cuelga de un cielo de nubes, como sostenida por la mano invisible de un demiurgo secreto al fondo de la sombra; dos manzanas en dos hamacas, la una durmiendo voluptuosamente y la otra despierta y, a la vez, transfigurada en un seno del que fluye leche materna, suscitando, quizás, sentimientos edípicos; un estallido de manzana fragmentada, disparada por el fuego de la inocencia y la fantasía, en contraste con la vida real de Colombia donde estallan granadas homicidas. Aquí Tarriba nos confirma la diferencia entre las travesuras fantásticas del artista y las bombardas que nos dispara la muerte. En sus cuadros, la energía lúdica del trazo figurativo engendra una canción al infinito: un piano entre nubes, como escuchando la música del cielo; un personaje de rodillas, cubierto de toga sacerdotal, connotando –bajo la mano mitificada y señaladora de un cielo inconmensurable–, un comprimido de gestos: recogimiento, humildad e indulgencia.
La presencia del agua se cristaliza en el río genesíaco del pintor, el de su tierra natal. El río metamorfoseado y metaforizado alberga tambores y acordeones, cuyas voces se integran a la música y a la fiesta del agua; canoas y barquillas sonámbulas en una atmósfera donde no faltan, la nostalgia y la soledad de los bohíos rurales, las nubes, y los aviones de papel como sellos indelebles, la memoria de la infancia. El río que se desliza habita la morada de la adolescencia; sus aguas se brindan necesarias para activar el latido del óleo en el autorretrato del pintor, del músico y del poeta.
Hay un afán de festejar la música. El artista acude a su propia mina musical y aborda la materia sensible de algunos instrumentos, desde los más humildes –depositarios de percusiones y ritmos ancestrales, elementales y complejos–, hasta los más sofisticados, aerófonos y cordófonos. El tambor, el requinto, la trompeta, el piano, la flauta, interpretan imágenes desrealizadas y son melodías vinculadas al placer auditivo del cosmos, a sus atributos vibrantes en el mar, o desde el río. En cuanto a la guitarra, ésta se asocia al amor Eros: una hembra representa la provocación, el pentagrama del cuerpo; la seducción de su música se hace audible, cuando algunos ojos le acarician sus caderas aguitarradas y las cuerdas invisibles de su alma.
En la obra de Tarriba, el erotismo se hace fosforescente y devenido en imágenes dictadas por la fantasía, o recreadas por rituales de carne y hueso, el lenguaje del deseo, la esfera del inconsciente y la estimulación de la costumbre. Su mar es amor flamígero; convulsiona entre rumores, tempestades melódicas, destellos solares, rayos, oscuranas azulinas, refulgencias crepusculares, nacimientos míticos y neblinas. La pesca de un pargo rojo y de una estrella de mar desencadena algarabías de espumas y festejos marinos donde la hembra, mestiza y enjundiosa por excelencia, montada en un caballo de mar, pesca con la carnada del pezón de su seno, las miradas del hombre emocionado, y fuera de escena. El cuerpo de una fémina bañado por una lluvia de flores rojas, cuyo olor nos atrapa en el umbral del sueño. La analogía entre el poder afrodisíaco de un caracol y el vacío caracolado de los glúteos de Luisa o Deyanira, en pose perfecta, nos inclina a divisar las olorosas bendiciones de Dios en aquel túnel, hacia adentro. En otro trazo, un tríptico: la mujer en medio de una flamante soledad, toda Eva, toda desnuda y nada de pecado, junto al vino sagrado del amor, piensa y desea al caballero que la ronda, montado en su caballo. En su película mental ella evoca: primero, el jinete que viene; segundo, el jinete que se acerca y, tercero, el jinete que se fuga alado en su caballo, sellando el amor imposible y volando al infinito. Y, como complemento, un decorado de mariposas sobre la mariposa de Silvia o Valentina, o el clima sensual de la primavera.
Existen creaciones de Tarriba que constituyen hallazgos irreverentes, de buen humor, a partir de íconos místicos y religiosos. Nos referimos al trío caballar: el caballo violeta, el caballo blanco y el caballo amarillo, que pastan como visitantes de un templo, bajo la mirada auscultadora de un obispo. Asimismo, ironías que traducen el naufragio de una catedral, como signo preságico de un fin apocalíptico, en las garras de un dragón marino. La osadía del cuadro se hace materia modelizada o cuerpo dispuesto: una mujer desnuda erotiza el lugar que ocupa una virgen, depuesta de su nicho y de su altar.
En fin, al valorar la apoteosis cromática de este artista, palpamos que, sobre sus lienzos, se decantan bellísimas propuestas, por lo transgresoras y flagrantes: nuevos asaltos a los elementos mestizos del folclor caribeño, la condición festiva, danzarina y cumbiambera de la vida de nuestro pueblo –el fuego de la negredumbre–, desde una mirada telúrica y cifrada por códigos estéticos que expresan los mitos del carnaval. Igualmente el color del sufrimiento que produce la barbarie de la guerra; la otra pesca con trasmallo a orillas de la playa, los pescados aturdidos en el aire, los pescadores celebrando la proeza del milagro; las memorias del verano y del invierno, la cosecha de maíz, enarbolando la niñez inofensiva de un espantapájaros, o el reposo horizontal de un paraguas, sostenido por un surtidor y la magia de la poesía. Son demostraciones de que el arte de Limberto Tarriba establece: una viva relación de interconexiones cósmicas, inmanentes a las vísceras del patrimonio cultural que él, sin vanidades, encarna, configura y desfigura; y un acervo de representaciones del inconsciente individual y colectivo. Justamente, es un resultado que resiste el calificativo de obra sublime. La plástica colombiana se encuentra enaltecida por la contribución descomunal de este pintor costeño, de índole raizal, y calzado de abarcas que navegan como botes cargados de custodias en el aire.
Tarriba, el despertar de los objetos
Por Argemiro Menco Mendoza
(Docente Universidad de Cartagena, Colombia)
Al contemplar el universo alucinado de este artista, se vive la fortuna de una experiencia singular que involucra el gozo-hechizo de asombros inesperados. Él ha recorrido técnicas –carboncillo, óleo, témpera, acuarela–, que estilizan los ademanes del lápiz y el pincel. Pero –sin desvertebrar sus fases evolutivas–, es en el dibujo al óleo, y dentro del paradigma estético de la vanguardia surrealista, donde mejor ha gestado sus milagros pictóricos. Una generalización de síntesis, nos conduce a afirmar que la pintura de Tarriba gravita en un trasfondo poético, cuya virtud exalta distintas formas del caos y del orden, la realidad onírica, la fantasía de la mente subconsciente, y diversos cursos esenciales de la sociedad y la naturaleza (bodegones - naturaleza muerta). En su teatro policromado y polisémico actúan entidades inertes y vivientes cuyas imágenes nos permiten asistir a la fundación de un nuevo encantamiento.Por Argemiro Menco Mendoza
(Docente Universidad de Cartagena, Colombia)
Lo tremendamente creativo de este artista radica en el pulso arbitrario con que ejerce la estética de su composición. La hipertrofia y la invención que producen sus pinceles sobre los objetos, los sujetos, y los fenómenos del mundo y de la vida, se deriva de la poesía que impregna el ser de las criaturas, instaladas en ese contexto simbólico habitado por el texto enigmático y figurativo de las formas, el magnetismo del color, y los misterios que suscitan tanto sus arquetipos de perspectivas, como la dúctil geometría de sus luces y sombras.
Para poder alimentarnos de estos frutos estéticos, es preciso acercarnos a la mesa con los ojos de un gusto irracional. Creemos que en el otro extremo del proceso artístico –el de la sensibilidad del destinatario–, pasa algo similar a lo que dimana del artista. Sólo así, a través de complicidades –entre dislocaciones imaginadas y entusiasmos heurísticos–, se puede concebir, plasmar y valorar un camellón de adoquines de donde brotan árboles, perforando y comunicando la belleza de la ruina; un muro colonial atravesado por los filos del agua de un río y el fototropismo positivo de las ramas de un árbol que emergen del muro, sedientas de la luz. Hay, alrededor de la simbología universal de la manzana, una faena de resignificación. El pintor la rebosa de novísimas sugerencias y la sumerge en atmósferas del mundo caribeño: una manzana en ofertorio hacia el cielo, sobre un vaso de cristal; el vaso encima de mesas recubiertas por manteles de algodón y tejidos de luz; una hilera de manzanas sobre espumas de nieve, bajo una rosa que levita, o cuelga de un cielo de nubes, como sostenida por la mano invisible de un demiurgo secreto al fondo de la sombra; dos manzanas en dos hamacas, la una durmiendo voluptuosamente y la otra despierta y, a la vez, transfigurada en un seno del que fluye leche materna, suscitando, quizás, sentimientos edípicos; un estallido de manzana fragmentada, disparada por el fuego de la inocencia y la fantasía, en contraste con la vida real de Colombia donde estallan granadas homicidas. Aquí Tarriba nos confirma la diferencia entre las travesuras fantásticas del artista y las bombardas que nos dispara la muerte. En sus cuadros, la energía lúdica del trazo figurativo engendra una canción al infinito: un piano entre nubes, como escuchando la música del cielo; un personaje de rodillas, cubierto de toga sacerdotal, connotando –bajo la mano mitificada y señaladora de un cielo inconmensurable–, un comprimido de gestos: recogimiento, humildad e indulgencia.
La presencia del agua se cristaliza en el río genesíaco del pintor, el de su tierra natal. El río metamorfoseado y metaforizado alberga tambores y acordeones, cuyas voces se integran a la música y a la fiesta del agua; canoas y barquillas sonámbulas en una atmósfera donde no faltan, la nostalgia y la soledad de los bohíos rurales, las nubes, y los aviones de papel como sellos indelebles, la memoria de la infancia. El río que se desliza habita la morada de la adolescencia; sus aguas se brindan necesarias para activar el latido del óleo en el autorretrato del pintor, del músico y del poeta.
Hay un afán de festejar la música. El artista acude a su propia mina musical y aborda la materia sensible de algunos instrumentos, desde los más humildes –depositarios de percusiones y ritmos ancestrales, elementales y complejos–, hasta los más sofisticados, aerófonos y cordófonos. El tambor, el requinto, la trompeta, el piano, la flauta, interpretan imágenes desrealizadas y son melodías vinculadas al placer auditivo del cosmos, a sus atributos vibrantes en el mar, o desde el río. En cuanto a la guitarra, ésta se asocia al amor Eros: una hembra representa la provocación, el pentagrama del cuerpo; la seducción de su música se hace audible, cuando algunos ojos le acarician sus caderas aguitarradas y las cuerdas invisibles de su alma.
En la obra de Tarriba, el erotismo se hace fosforescente y devenido en imágenes dictadas por la fantasía, o recreadas por rituales de carne y hueso, el lenguaje del deseo, la esfera del inconsciente y la estimulación de la costumbre. Su mar es amor flamígero; convulsiona entre rumores, tempestades melódicas, destellos solares, rayos, oscuranas azulinas, refulgencias crepusculares, nacimientos míticos y neblinas. La pesca de un pargo rojo y de una estrella de mar desencadena algarabías de espumas y festejos marinos donde la hembra, mestiza y enjundiosa por excelencia, montada en un caballo de mar, pesca con la carnada del pezón de su seno, las miradas del hombre emocionado, y fuera de escena. El cuerpo de una fémina bañado por una lluvia de flores rojas, cuyo olor nos atrapa en el umbral del sueño. La analogía entre el poder afrodisíaco de un caracol y el vacío caracolado de los glúteos de Luisa o Deyanira, en pose perfecta, nos inclina a divisar las olorosas bendiciones de Dios en aquel túnel, hacia adentro. En otro trazo, un tríptico: la mujer en medio de una flamante soledad, toda Eva, toda desnuda y nada de pecado, junto al vino sagrado del amor, piensa y desea al caballero que la ronda, montado en su caballo. En su película mental ella evoca: primero, el jinete que viene; segundo, el jinete que se acerca y, tercero, el jinete que se fuga alado en su caballo, sellando el amor imposible y volando al infinito. Y, como complemento, un decorado de mariposas sobre la mariposa de Silvia o Valentina, o el clima sensual de la primavera.
Existen creaciones de Tarriba que constituyen hallazgos irreverentes, de buen humor, a partir de íconos místicos y religiosos. Nos referimos al trío caballar: el caballo violeta, el caballo blanco y el caballo amarillo, que pastan como visitantes de un templo, bajo la mirada auscultadora de un obispo. Asimismo, ironías que traducen el naufragio de una catedral, como signo preságico de un fin apocalíptico, en las garras de un dragón marino. La osadía del cuadro se hace materia modelizada o cuerpo dispuesto: una mujer desnuda erotiza el lugar que ocupa una virgen, depuesta de su nicho y de su altar.
En fin, al valorar la apoteosis cromática de este artista, palpamos que, sobre sus lienzos, se decantan bellísimas propuestas, por lo transgresoras y flagrantes: nuevos asaltos a los elementos mestizos del folclor caribeño, la condición festiva, danzarina y cumbiambera de la vida de nuestro pueblo –el fuego de la negredumbre–, desde una mirada telúrica y cifrada por códigos estéticos que expresan los mitos del carnaval. Igualmente el color del sufrimiento que produce la barbarie de la guerra; la otra pesca con trasmallo a orillas de la playa, los pescados aturdidos en el aire, los pescadores celebrando la proeza del milagro; las memorias del verano y del invierno, la cosecha de maíz, enarbolando la niñez inofensiva de un espantapájaros, o el reposo horizontal de un paraguas, sostenido por un surtidor y la magia de la poesía. Son demostraciones de que el arte de Limberto Tarriba establece: una viva relación de interconexiones cósmicas, inmanentes a las vísceras del patrimonio cultural que él, sin vanidades, encarna, configura y desfigura; y un acervo de representaciones del inconsciente individual y colectivo. Justamente, es un resultado que resiste el calificativo de obra sublime. La plástica colombiana se encuentra enaltecida por la contribución descomunal de este pintor costeño, de índole raizal, y calzado de abarcas que navegan como botes cargados de custodias en el aire.