Por Gonzalo Márquez Cristo
La luz es una incesante herida en la obra de Augusto Rendón; la iluminación contrastada potencia la ferocidad de sus memorables grabados e inventa un ámbito donde ni siquiera los animales son ajenos al ímpetu del deseo o la batalla; y también con frecuencia en su pintura, un alto claror posee a alguna de sus imágenes, condenando a sus antagonistas a una atmósfera lunar.
Durante seis décadas el artista ha hollado con obstinación los senderos del erotismo y la violencia. En el primero de los casos, como un secreto homenaje al Almuerzo en la hierba de Manet, fulgurantes figuras femeninas de sus lienzos (Cleopatra, Ishtar, Hera, Deméter, Afrodita) cenan desnudas con opacos hombres vestidos, en mesas cubiertas por manteles ondulantes, donde una perspectiva anárquica provoca tensión sobre los alimentos. Y estas grandes damas milenarias visitadas durante extrañas ceremonias gastronómicas, que componen una de sus más importantes series pictóricas, tienden a la simplificación formal soñada por Paul Gaugin —subrayo: en la estructura de sus figuras, no en el colorido isleño ni en la descripción étnica que perturbaba al parisino errante—. Y para complementar su enunciada vertiente erótica, los temas lésbicos o el sadomasoquismo son recurrentes y la piel de las mujeres con frecuencia adquiere colores psicodélicos. Pero fiel a la profunda dualidad que lo habita, Rendón sostiene también la visión sobre el tiempo que le ha tocado vivir, y enfrenta a las tinieblas de la subyugación o del oprobio, con recreaciones que delatan el sino trágico y sórdido del poder, plasmando sus figuras como James Ensor o Francis Bacon, en la frontera de lo repulsivo.
El artista, obsesionado por algunos temas perversos de la Biblia —“el libro de los despropósitos”, como le gusta denominarlo—, enfatiza que uno de los pocos legados del cristianismo fue el maravilloso arte que produjo. Allí su perspectiva posee la singularidad de la ironía, atizando su crítica a “una religión tan cruel que propone la salvación en el dolor”. Y así como ha dibujado Cristos bebiendo Coca Cola o con una mano desprendida de la cruz, también es notoria su intención burlesca, ofensiva, cuando pinta a Judith cenando sosegadamente mientras la cabeza de Holofernes reposa en una bandeja, a Eva de picnic con un Adán negro, a Jacob luchando con un ángel de patéticas garras, a los mensajeros divinos vestidos con ligueros y a las santas semidesnudas con aureola dorada, como blasfemo homenaje a su querido Giotto. En otras palabras, la Biblia fecunda de ironía gran parte de sus creaciones artísticas.
Nacido en Medellín en 1933, este virtuoso del dibujo, y especializado en pintura mural y grabado en la Academia de Bellas Artes de Florencia, fue el encargado de despertar durante los años sesenta el universo de la obra gráfica aletargada en Colombia, para contarnos con sus aguafuertes, linóleos y puntasecas la aciaga realidad política y social de nuestro territorio, denunciando masacres y desplazamientos, para rigurosamente ir construyendo con la fuerza de su trazo una de las visiones más arraigadas en nuestro trágico devenir.
No obstante aquí es fundamental aclarar que a pesar del antecedente temático inevitable —la serie Desastres de la guerra elaborada por Goya—, de sus atmósferas en filiación con las piezas gráficas de Rembrandt —ese genio holandés que se impuso descifrar el trabajo de la luz—, y del fértil diálogo estético con Pedro Alcántara Herrán (su compañero de generación artífice de espléndidas serigrafías), en Augusto Rendón los grabados poseen el macabro delirio de su cosmos personal como se evidencia en Mataos los unos a los otros y Primera víctima, y también fundamentan su característico cinismo imperante en Ellas se defienden solas y en muchos de sus demenciales caballos bélicos.
En la brillante serie Nonálogo de la violencia, realizada al carboncillo sobre papel e iluminada con óleo azul (fechada en 1968), el artista antioqueño entrega su poderío expresionista con despiadada conciencia, y plasma uno de los momentos notables del arte colombiano, pues “es al infierno de lo bello a donde queremos descender ahora”, como lo había sentenciado Karl Rosenkranz en la introducción a la Estética de la fealdad.
Y mientras en sus dibujos la desgarradura y la injusticia son representadas sin piedad al propender por una barbarie estética, en sus óleos —a veces eclipsados por el resplandor de su obra gráfica— los obispos esgrimen su ignominia, los dictadores ostentan su abyección camino al matrimonio (como en Las farsas), los toreros son asesinados por su oscuro enemigo ritual provocando nuestra hilaridad, y las hechizantes mujeres de la antigüedad —ya mencionadas— exponen su luminosa desnudez ante figuras masculinas fantasmales. Pero también en una obra de mayor densidad como su magistral Tríptico de La Gabarra, que interpreta la masacre ejecutada por los paramilitares en 1999 en ese apartado lugar de Colombia, somos conducidos de una conquista amorosa (en la primera de sus imágenes azuladas) al rojo relato del genocidio en la segunda y posteriormente a la verde representación de un hombre desollado que abraza a una mujer escapada del exterminio, logrando allí la síntesis enunciada al comienzo, de los dos cauces que lo persiguen sin sosiego (erotismo y violencia), y esto para complementar ante nuestros ojos un universo marcado por los signos de identidad de un ser, que aún cree en el arte como el último refugio del hombre.
Augusto Rendón nació en Medellín - Colombia, 2 de febrero de 1933). Especializado en pintura mural y grabado en la Academia de Bellas Artes (Florencia - Italia), fue profesor de plástica de la Universidad Nacional de Colombia. Su obra ha participado en diversas exposiciones entre las que destacamos: la Muestra de Artistas Latinoamericanos en Roma (1958), la Exposición Internacional de Grabado en Frenchen (Alemania, 1972) y la Bienal de Tokio (1962). Obtuvo dos veces el Primer Premio de Grabado en el Salón de Artistas Nacionales (Bogotá, 1963 y 1966), y el Premio Internacional de Arte sobre los Derechos Humanos (1968).
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