Por Amparo Osorio
Quizá la primera palabra que podría utilizarse para definir la pintura de Miguel Angarita, es: metafísica. Su más reciente obra sin duda está impregnada de ese sentimiento cósmico del artista que no se conforma con representar sino que eleva a la cumbre de sus arterias las sensaciones de los cuerpos, la crispación de una mano, el rictus de una boca en su ansiedad o desolación, el oscuro pliegue de unos párpados, el despojado lenguaje de las ropas o el incesante golpe del agua en un paisaje.
El pintor vibra con sus lienzos y éstos de inmediato transmiten ese compendio de sensaciones interiores que develan inquietantes y oscuros interrogantes, pero también afirmaciones profundas.
La búsqueda y el hallazgo por donde han venido caminando sus pinceladas, la conjugación de ese espacio que instaura su propio linaje, la extracción de la materia hasta el éxtasis mismo, nos conducen a caminar por sus imágenes y a detenernos en el púrpura de sus habitaciones, donde el cuerpo –protagonista indiscutible– ofrece las primeras claves oníricas.
Establecido el diálogo íntimo con sus obsesiones, nos enfrentamos a las metáforas pictóricas que se despliegan con acordes musicales, divisamos en el rubor de los rostros el erotismo de una danza que se descubre tras bambalinas, encontramos en los rincones el aparente abandono de los objetos que contemplan la crispación de los personajes y que hacen parte integral de las atmósferas de devoción y rebeldía del artista. Arribamos a pórticos sombríos donde las pieles se precipitan a la poética del tango, hasta quedar suspendidas en la tragedia de los amantes, o en el imperativo río del olvido. Y en algún momento de esta travesía por sus obras, divisamos algunas luces desvanecidas que implacablemente ascienden los escalones de la noche, hasta arribar a un decisivo expresionismo en el universo que Angarita persigue y en cuyo fondo queda latente la más pura sensación, donde sus figuras plasman lo más radical de su movimiento interior, y donde asistimos a la eclosión de un misticismo singular.
El impulso continúa, se transforma, se conjuga nuevamente y por vertientes distintas penetramos a sus follajes (no paisajes) que muestran un agua que fluye, no sonora sino goteante, esbozando la nostalgia de un lenguaje de claroscuros que nos conduce por los linderos de sus bosques íntimos. Allí las hojas otoñales, en telas cargadas de materia, emanan de un paraje silencioso bajo unas composiciones que se afirman por territorios opuestos al clasicismo tradicional.
Metafísica, sí. Primera sensación que nos deja la obra de Miguel Angarita, tras contemplar aquello que recorre el lienzo con la pasión desbocada que queda acechando en la retina como evocación de la nube en la penumbra, o ese viento que en su continua cadencia nos instala en otra de las veladuras susurrantes del pintor y que en sus propias palabras es íntimamente «una conjugación de pinceladas atemporales para que fluya de nuevo el inexplicable misterio».